Viento en las velas

Nos encontrábamos a levante de la Punta del Bergantín y cuando amaneció nos vimos rodeados por decenas de delfines de obscuros lomos, que nos acompañaron durante un buen trecho.

A bordo, en la Mar, a 30 de diciembre del 2012.

    Y finalmente llegó el día en que nos hicimos a la Mar. Tras la recalada en la Pobla de Farnals la tripulación se disolvió durante unos días. Yo atendí algunos asuntos personales en Valencia que convenía zanjar antes de la travesía y el resto de la tripulación regresó a Galicia para atender a los suyos.

    Días más tarde nos reencontramos en La Antigua Casa Calabuig, no podría haber un lugar más indicado en la ciudad para un punto de encuentro de una tripulación a punto de hacerse a la Mar. 

    Pasamos la siguiente semana trabajando en el queche, carenando, revisándolo, poniendo todo a punto para la travesía, acometiendo las reparaciones necesarias. Vivimos ya a bordo durante esos días, levantándonos antes del amanecer para comenzar a trabajar con las primeras luces del crepúsculo y alargando las jornadas hasta bien entrada la noche, trabajando a la luz de lámparas eléctricas.

    Una vez finalizada la carena y revisión de casco el velero fue botado de nuevo a la Mar. La última parte de los preparativos tras el aparejado fue el armado para la travesía: Provisiones, pertrechos, aguada, combustible.

    Al fin, el día 30 de diciembre concluimos los aprestos y sin perder un minuto nos hicimos a la Mar con las últimas luces del día, en demanda del Cabo de la Nao.

 

A bordo, en el  Real Club de Regatas de Cartagena.
A 2 de enero del 2013.

    Las tres primeras singladuras fueron sumamente agradables. Es un velero muy marinero, con excepcionales cualidades, y a pesar de navegar con vientos relativamente flojos cubrimos una buena distancia en cada singladura.

    Repartí la tripulación en tres guardias de mar y nos alternamos en cubierta durante días y noches, a lo largo de unas jornadas cómodas y placenteras en las que no hubo ninguna complicación.

    La Nochevieja nos cogió en la Mar en el tercer día de navegación, a diez millas a levante del Cabo de Palos, y la celebramos por todo lo alto. A pesar de mis reticencias -no soy un entusiasta de los fuegos a bordo- antes de zarpar había consentido en que se compraran fuegos artificiales en una pirotécnica valenciana -auténticos expertos en estas cosas, los valencianos- para festejar la entrada del año nuevo, siempre y cuando no fueran rojos.

    Poco antes de la medianoche comenzamos los preparativos. Avisé a la estación costera del inminente lanzamiento de fuegos artificiales -no fuera a ser que resultaran confundidos con bengalas de señales por algún ojo inexperto- y de nuestras coordenadas. Di voz de cargar el aparejo para minimizar el riesgo de que algún fuego prendiera una vela, dispusimos los extintores (por si acaso…) y trincamos la pirotecnia a los candeleros, orientada a sotavento. 

    A medianoche hicimos doblar la campana de bronce del palo de mesana con doce tañidos, engullimos las uvas y disparamos todos los fuegos artificiales. El espectáculo fue precioso y las pésimas fotografías no hacen justicia al momento. Explosiones multicolores, palmeras azules y verdes, regueros de chispas doradas iluminando la noche en alta mar con sus destellos.

    Tras los fuegos brindamos con tres benjamines de champaña que traíamos para la ocasión. Luego, tras una rato de charla, arranchamos la cubierta y los que no estábamos de guardia nos retiramos a descansar.

    Como cada vez que doblo Palos, hice un pequeño homenaje silencioso a mi abuelo, que naufragó en estas aguas mucho antes de llegar a capitán, cuando era aún un simple marinero, en una historia trágica que a punto estuvo de costarle la vida.

    Me gusta y me consuela pensar que ahora, que descansa en paz, aún me observa con aquella mirada cándida suya desde allá arriba, en algún lugar entre las estrellas.

    Nos retiramos a descansar, pero el descanso duró poco. El año nuevo empezó con mal pie. Antes del amanecer nos quedamos sin gobierno. Doblado Palos hacíamos ya rumbo directo al Cabo de Gata, atravesando el Golfo de Vera, cuando sufrimos la rotura de un manguito del circuito hidráulico del timón y nos quedamos al garete.

    Aparejamos a fachear hasta que salió el Sol y entonces, con luz diurna, acometimos una reparación de fortuna que nos permitió arrumbar a puerto con más comodidad de la que habría supuesto hacerlo con la caña de emergencia.

    Pusimos proa a Cartagena, ese milenario puerto cargado de historia que tanto me gusta. Puesto que atracamos a media mañana del día uno de enero resultó imposible adquirir los repuestos; así que aprovechamos el día, fresco aunque soleado, para relajarnos en el Club de Regatas y pasear por el puerto y la ciudad. Confieso que la noche tampoco desmereció.

    A la mañana siguiente adquirimos los repuestos necesarios y M…, que es un auténtico experto en cuestiones mecánicas y eléctricas, se encargó de la reparación, reconvertido a jefe de máquinas.

    Aprovechamos la estadía para hacer provisión de gambuza y aguada. La reparación quedó finalizada a media tarde y sin perder ni un minuto largamos amarras y nos hicimos de nuevo a la Mar justo con la ocaso. El crepúsculo vespertino nos obsequió con unos colores brillantes e intensos, de los que habría podido disfrutar más de no ser sabedor de que presagiaban fuertes vientos.

    Atravesamos el fondeadero con las últimas luces crepusculares, sorteando buques anclados, y pasamos bajo la obscura mole de Cabo Tiñoso poniendo rumbo directo al Cabo de Gata. El viento era débil, pero fue poco a poco refrescando y cuando finalicé mi guardia a medianoche navegábamos cómodamente a un largo a siete nudos.

    Dejé dadas instrucciones de navegación para las siguientes guardias y me retiré a mi camarote, donde escribo estas notas antes de apagar el farol y descansar.

 

A bordo, en la Mar, a 3 de enero del 2013.

    Resultaba evidente que habían desatendido mi orden de despertarme si el viento aumentaba a más de 25 nudos. Éste silbaba en la jarcia y el velero subía y bajaba surcando unas olas demasiado grandes a demasiada velocidad. A través de la lumbrera de mi camarote comenzaba a adivinarse la incipiente claridad del alba. Miré mi reloj de pulsera: las seis y media.

    Me eché encima el capote y salí de mi camarote, echando un rápido vistazo al pasar a la carta náutica desplegada sobre la mesa, donde mis compañeros habían ido marcando las situaciones cada media hora. Me detuve y retrocedí para una segunda comprobación al advertir que tampoco nos encontrábamos sobre la derrota que yo había trazado para el plan de viaje, y que tampoco se había seguido mi orden de mantenernos fuera de la ruta de los mercantes.

    -Espero que haya algún buen motivo para todo esto- gruñí para mis adentros mientras subía la escala- aunque aun si lo hubiera deberían de haberme despertado.

    Como supondrán mi humor no era el mejor cuando salí a cubierta, y el roción de agua salada y fría que me cayó encima nada más asomar no contribuyó a mejorar la cosa; pero nunca resulta fácil reprender a un amigo. En parte por eso los capitanes, sobre todo los mejores, son casi siempre figuras solitarias a bordo -con la posible excepción de Jack Aubrey-.

    El viento había refrescado hasta los 35 nudos, con rachas de hasta 40, fuerza 8 en la Escala de Beaufort. Soplaba Gregal por lo que, al menos, navegábamos relativamente cómodos corriendo el temporal.

    Nos encontrábamos a levante de la Punta del Bergantín y cuando amaneció nos vimos rodeados por decenas de delfines de obscuros lomos, que nos acompañaron durante un buen trecho. Lamentablemente en esta ocasión no estaba la Mar como para lanzarse a nadar con ellos.

    Los palos se resentían y crujían por la presión del viento, de modo que mandé orzar entre dos olas para aproar el velero y entre el hombre de guardia y yo cargamos la mayor y tomamos rizos a la mesana, entre olas y rociones, pantoquazos, y con el viento aullando. -Y todo esto antes de desayunar- gruñí mientras escupía agua salada. 

    Luego regresamos a rumbo, que ajusté para doblar Gata a media milla y buscar el socaire de tierra, evitando así tener que atravesarnos a la mar gruesa.

    Doblamos Gata sin novedad y atravesamos con comodidad el Golfo de Almería al resguardo de tierra. Lamenté no disponer de tiempo para recalar en esta ciudad para visitar a dos buenas amistades, Carmen y Miguel.

    Luego el viento roló a Levante, como era de esperar, y poco a poco la Mar se fue creciendo hasta muy gruesa y todo volvió a ser de nuevo muy incómodo. Al menos venía de popa.

 

A bordo, en Motril. A 4 de  enero del 2013.

    En algún momento de la madrugada me desperté. Sentía en el movimiento del velero que algo no iba bien.

    Salí a cubierta.

    Había dado orden de navegar a un largo. Quería evitar ir en popa cerrada para prevenir posibles trasluchadas durante las guardias de mis compañeros, menos habituados a navegar a la vela.

    La Mar entraba por la aleta con mucha fuerza y al piloto automático le costaba mucho mantener el rumbo. En ocasiones casi nos quedábamos atravesados a la Mar, con el consiguiente riesgo de que la siguiente ola nos embistiera de través.

    Mandé al hombre de guardia a descansar y me quedé en cubierta el resto de la noche gobernando el timón a mano. Cuando el amanecer, un amanecer sucio y gris, trajo claridad al ambiente resultó más fácil timonear, pues podía ver las olas que nos alcanzaban y anticipar los movimientos.

    En un momento dado de la mañana sonó mi teléfono móvil. Mi compañía me llamaba para embarcar en unos días, bastante antes de lo que yo esperaba. Esta nueva situación obligaba a interrumpir la travesía, pero era algo que sabíamos que podía ocurrir en cualquier momento, había sido considerado y estudiado, y era el principal motivo de que acometiéramos el viaje sin perder ni un minuto más de los necesarios.  

    Por otro lado yo estaba empezando a acusar unos dolores difícilmente soportables, fruto de la reciente caída, la fractura de una vértebra y la rotura de ligamentos mal curada. Todo estaba todavía demasiado fresco y los esfuerzos físicos necesarios para gobernar el velero y trimar el aparejo con mal tiempo estaban empezando a pasarme factura. Confío en poder reponer mis resentidas cuadernas antes de enrolar dentro de unos días y acometer una nueva empresa.

Fijamos rumbo al puerto de Motril, el más cercano de cuantos habíamos considerado al hacer el plan de viaje como refugio en caso de tener que interrumpir el viaje, y pocas horas más tardes dábamos amarras a uno de sus pantalanes. Aquí nos esperará Aquel hermoso velero con nombre de mujer durante una temporada hasta que retornemos a bordo para reanudar la travesía.

10 comentarios en “Viento en las velas

  1. Escribes una historias estupendas! Y le pegas a todo? Vela.. Mercante.. pesca… Son historias reales o relatos?
    Soy alumno de nautica y para el año ya embarco de alumno, tus historias me estimulan, muchas gracias!!

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  2. Muchas gracias, Lorenzo. Sí, le pego a todo; incluso a la escritura.

    Sí, las historias son todas reales. Lo único que a veces cambio son nombres (de personas, barcos y compañías).
    Voy contando lo que vivo y veo, pero no se deje engañar: No todo el monte es orgasmo, y el oficio ya no es lo que era. Aunque si procura mirar al oficio y al mundo con atención y, sobre todo, se lanza al viaje con muchas lecturas previas, el viaje merecerá la pena.

    Mucha suerte como alumno. Péguese a los viejos como una lapa.

    ¡Un saludo!

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