La partida de ajedrez y otras batallas

Afuera seguía lloviendo a mares, retumbaban truenos no muy lejanos y relámpagos violáceos sesgaban la noche más allá de los ventanales. En el interior, la gran chimenea había caldeado la casa agradablemente.

Afuera seguía lloviendo a mares, retumbaban truenos no muy lejanos y relámpagos violáceos sesgaban la noche más allá de los ventanales. En el interior, la gran chimenea había caldeado la casa agradablemente. Sus dos perrazos estaban serenamente tumbados al calor de la lumbre, que chisporroteaba con el crepitar de la leña. Melodías de Bach parecían fluir en la gran estancia, ocasionalmente interrumpidas por el restallido de algún rayo y permanentemente acompañadas del incesante repiqueteo de la torrencial lluvia en los ventanales.

Recuerdos de Gran Sol

Arrastrero faenando con marejada.

Cuando pasó lo peor del temporal seguimos pescando (...) Con un frío del diablo, mojados, olas barriendo cubierta, golpes, caídas, sueño, cansancio. Fueron un par de semanas más a ese ritmo, un par de semanas en las que estuve permanentemente mojado, aterido de frío y agotado; con la única visión a mi alrededor de olas enormes y grises, y una sensación de lo más irreal de pérdida absoluta de la noción del tiempo y el espacio.

La borrasca

Observé en el radar una mancha amarilla que aparecía por el suroeste, avanzando hacia nosotros y extendiéndose poco a poco por la pantalla, cubriéndola, densa y espesa.

Miré a popa. Se acercaban unos nubarrones negros como el Abismo surcados por infinidad de relámpagos amarillos y violáceos, que descargaban una cantidad anormal de agua.

De Amberes a Santander

El Navegante observa las operaciones de carga en Amberes.

Observé sus cubiertas, por donde no hace mucho corrieron marineros y piratas entre gritos y disparos; cubiertas ahora tranquilas en las que antaño se vivieron momentos dramáticos. Nadie lo diría. Cuántas historias extraordinarias, dramáticas o asombrosas se ocultan a menudo tras los rostros impasibles de las personas. De cuántos sucesos insólitos, trágicos o fascinantes, son mudos testigos los barcos (...)

Noches de Amberes

Barrio Rojo de Amberes.

No tengo claro en qué momento de la noche dejé de preocuparme por el último autobús (...) Ni se me ocurrió volver a pensar en ello, ni volví a mirar el reloj hasta horas más tarde cuando, desconcertado, descubrí en el albor del cielo que el Sol estaba próximo a despuntar, al salir de un antro en el que habían volado puños y taburetes poco antes.

Y bailé

Los muelles de Setúbal al amanecer

En Setúbal, abril del 2012.     La noche resultó asombrosamente corta. Miro atrás, hago memoria y ciertamente sucedieron unas cuantas cosas; las primeras incluso se antojan irrealmente lejanas en el tiempo a pesar de haber transcurrido sólo horas.      Al anochecer ayer salté a tierra con dos compañeros...

La Medina Antigua

(...)     Tras el trámite de aduanas, ya con el pasaporte en regla, salí a estirar las patas por Casablanca. Nada más salir del recinto portuario me abordó un moro sonriente y locuaz, versión marroquí de un relaciones públicas, que debía estar allí permanentemente apostado al acecho de navegantes; ducho en una decena de idiomas, vendía las bondades del Seamans Club, un «auténtico paraíso para el marino», indicándome su dirección. Pero no le presté atención y, cruzando el Boulevard des Almohades, me adentré en la Medina Antigua.

Las cosas viejas

A bordo del Cabo Cee, en la Mar, en los 35º 40N 007º 52W. A 30 de febrero del 2012. Jueves.    Es una noche obscura, sin luna, y el cielo está absolutamente encapotado. La Mar, fuerte marejada, nos pega justo de través y hace balancear el barco acusadamente.

La vieja ancla

A bordo del Cabo Cee, atracados en Setúbal. A 27 de febrero del 2012. Lunes. El barco había comenzado a primera hora las operaciones de carga de las bobinas de alambrón de acero consignadas a Casablanca. La mañana transcurría como tantas otras; las grúas iban cargando lentamente las bobinas en las bodegas bajo un cielo … Continúa leyendo La vieja ancla

De nuevo, Casablanca

Muelle de graneles, Casablanca.

    A medida que avanzábamos los barcos fondeados en la rada iban surgiendo de entre la bruma, quietos y fantasmales, presos de las sólidas cadenas que los anclaban al lecho marino. Imaginé la misma escena antaño, en los tiempos anteriores a la electrónica. Un solitario marinero de guardia en el castillo de proa haciendo sonar una pesada campana de bronce -un repique de cinco segundos, a intervalos de un minuto- cuyo tañido sonaría nítido a través de la niebla advirtiendo a otros navegantes de la presencia del buque fondeado.