Las horas Mangbetú

Abrí despacio la pesada puerta y, bajando unos escaloncitos, penetré en el interior. Un serio librero me miró fugazmente al entrar, para al momento volver a sus silenciosos menesteres tras el mostrador sin apenas moverse. Miles de volúmenes llenaban estanterías que subían del suelo al techo, y montones de libros se apilaban en el suelo, o sobre sillas, o en el alféizar de una lóbrega ventana que apenas se podía adivinar tras tanto ejemplar.