A medida que avanzábamos los barcos fondeados en la rada iban surgiendo de entre la bruma, quietos y fantasmales, presos de las sólidas cadenas que los anclaban al lecho marino. Imaginé la misma escena antaño, en los tiempos anteriores a la electrónica. Un solitario marinero de guardia en el castillo de proa haciendo sonar una pesada campana de bronce -un repique de cinco segundos, a intervalos de un minuto- cuyo tañido sonaría nítido a través de la niebla advirtiendo a otros navegantes de la presencia del buque fondeado.
De nuevo, Casablanca
