La partida de ajedrez y otras batallas

Afuera seguía lloviendo a mares, retumbaban truenos no muy lejanos y relámpagos violáceos sesgaban la noche más allá de los ventanales. En el interior, la gran chimenea había caldeado la casa agradablemente.

    Estoy pasando unos días con mi buen amigo… llamémosle, por ejemplo, Karl. Es un hombre alemán que navega rumbo a los setenta, no muy alto pero recio, fornido y compacto. Lo conocí hace años en un puerto deportivo del levante español, cuando yo aún vivía y navegaba felizmente en la Capitán Manuel Lara, mi vieja balandra, y él regresaba a España en su velero. Quiso la Providencia que fuéramos a atracar en amarraderos próximos del mismo pantalán, trabamos conversación y comenzó a fraguarse una extraña y duradera amistad. A lo largo de los años hemos acometido juntos aventuras marítimas y empresas terrestres de las más diversas índoles, hemos viajado y compartido momentos fuera de lo común. Lo mencioné en el pasado en este blog, en la entrada Schwäbisch Gmünd.

    Me invitó a pasar unos días con él -hacía ya algún tiempo que no nos veíamos- en su casa de la Costa Blanca, con el propósito añadido de exponerme el nuevo proyecto que está acometiendo, y pedir mi parecer y ayuda con algunos aspectos -los náuticos- de él. Ésta en la que se está metiendo es ciertamente una empresa singular y francamente interesante.

    Regresamos a su chalet de Calpe por las sinuosas carreteritas comarcales que discurren por la costa. Karl conduce su todoterreno con la misma indolencia que si condujera todavía por los caminos del África. El cielo estaba encapotado de nubarrones densos, grises y bajos, y llovía a cántaros. Llegados a su chalet de Calpe, situado sobre un pequeño acantilado rocoso bajo el que hay una calita de arena fina, él preparó la cena -tiene muy buena mano para la cocina- mientras tomamos un par de vasos de brandy -Veterano, su favorito-. Cenamos también un ‘goulash’ casero que prepara un carnicero alemán allá en su pueblo, y que se hace traer expresamente de Alemania; exquisito. Yo lo acompañé con vino; él, como buen teutón, con cerveza. Tras la cena comenzamos una partida de ajedrez. 

    Afuera seguía lloviendo a mares, retumbaban truenos no muy lejanos y relámpagos violáceos sesgaban la noche más allá de los ventanales. En el interior, la gran chimenea había caldeado la casa agradablemente. Sus dos perrazos -un cruzado de greyhound y pit bull, enorme y musculoso, y un hermoso podenco andaluz- estaban serenamente tumbados al calor de la lumbre, que chisporroteaba con el crepitar de la leña. Melodías de Bach parecían fluir en la gran estancia, ocasionalmente interrumpidas por el restallido de algún rayo y permanentemente acompañadas del incesante repiqueteo de la torrencial lluvia en los ventanales.

    Dispusimos el juego sobre la mesa de madera a luz de un candelabro, colocando las piezas de cristal sobre un tablero de espejo cuyos escaques se alternaban bruñidos y translúcidos; todo ello bajo la atenta mirada del canciller Otto von Bismarck que, ataviado con su Pickelhaube, presidía los acontecimientos desde el retrato que pendía de la pared del salón.

    Bajo los auspicios del canciller comenzó la batalla. Karl abrió el juego y lo hizo de forma prudente. Yo lancé mis piezas a la ofensiva con la intención de conseguir el dominio del centro del tablero, e incluso más allá. Él, replegado en su terreno, se quedaba sin espacios para maniobrar. Cuando mis piezas controlaban los dos tercios del tablero surgió su dama, que permanecía agazapada en su retaguardia, y con un movimiento de contraataque fulgurante cruzó el tablero en diagonal a través de un hueco creado en mi flanco durante mi rápido avance inicial, asestando un golpe mortal a uno de mis peones de retaguardia y, de paso, dejándome en jaque. Salí del jaque al rey pero perdí un segundo peón; y luego, un tercero.

    Aún con el dominio del tablero, pero en inferioridad de piezas y con una molesta dama causando bajas en mi retaguardia, la batalla se equilibró. Me eché atrás en mi asiento. La lluvia arreciaba afuera, caía con fuerza y los truenos retumbaban amenazadores. Las velas del candelabro hacían refulgir las piezas de cristal y el tablero especular con destellos anaranjados y rojizos. Bebí pausadamente un sorbo de mi copa de brandy. «Es perro viejo, no conviene bajar la guardia» me dije observando con detenimiento a mi amigo, convertido en adversario. Sus viejos ojos de un azul intenso me observaban a su vez por encima de la montura metálica de sus gafas. Su rostro, surcado de profundas arrugas, inexpresivo. Su mirada parecía entre tranquila y retadora. La del soldado viejo y paciente, veterano, que soporta el bombardeo inicial en la trinchera hasta que llega el momento de calar bayonetas y decir esta boca es mía. En realidad, pensándolo bien, era una mirada fría, glacial. Me pregunté a cuántos habría mirado así cuando lo de los Balcanes, o en el África.

    Continuó la batalla, ambos pugnando por el dominio del tablero y la situación con sucesivas maniobras. Hasta que un rápido contraataque de mi caballería por el flanco derecho puso en jaque a su rey, y al asestar el siguiente golpe abatió a su audaz dama. A partir de ese momento fui consolidando mi ventaja y afianzando mis posiciones, arrinconando a mi oponente, que ofrecía no obstante una férrea y bien organizada defensa. Me hizo recordar la obstinada tenacidad defensiva del ejército alemán en la Segunda Guerra Mundial, que se aferraba a sus posiciones bajo la consigna de «resistir hasta el último hombre.»

    Lejos de desmoronarse y de darse por vencido a pesar de la desventaja, su último caballo aún consiguió abatir a varias de mis piezas -un peón, un alfil y una torre- mientras hostigaba a mi rey, en sucesivos movimientos de doble amenaza, como dentelladas de una bestia herida y acorralada, o como una valiente compañía de caballería resistiendo con pundonor y vendiendo bien caro su pellejo en el ocaso de una batalla perdida.

    Finalmente, con más dificultades de las que cabría esperar -nunca fui bueno en finales-, conseguí cercar a su orgulloso rey y doblegarlo en jaque mate.

    Sugerí entonces subir a su despacho a continuar con el trabajo, pero Karl pidió revancha. Ningún caballero negaría una revancha, y yo se la concedí encantado. Colocamos nuevamente las piezas en orden de batalla y comenzamos la segunda partida.

    Sin embargo ésta no llegó a decidirse. El ataque de un caballo de Karl por el flanco izquierdo, que obligó a retirarse a mi alfil, dio lugar a un comentario comparando la acción con la de la caballería prusiana del mariscal von Blücher en Plancenoit, durante la Batalla de Waterloo. Comenzamos a conversar acerca de la famosa batalla, abarcando después el conjunto de las Guerras Napoleónicas. Rellenamos las copas con brandy y secundé un brindis a la memoria de von Blücher, consiguiendo obtener después el reconocimiento de mi amigo hacia Napoleón.

    La partida quedó relegada a medida que los ánimos se encendían y la conversación se animaba. Le pegamos un concienzudo repaso a la historia bélica y política desde Napoleón hasta hoy, arreglando el mundo entre copa y copa, hasta que no quedaron cabezas que cortar ni brandy que trasegar.

    Afuera, la tormenta había amainado; del fuego de la chimenea no quedaba sino un tibio rescoldo. Me despedí de mi amigo y de los canes y, abotonándome mi lobo de mar, salí de la casa y recorrí la vereda que lleva a la casita de invitados, en la húmeda obscuridad de la noche.

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