Aquel hermoso velero con nombre de mujer

Llegó la mañana y nos hicimos a la Mar impulsados por un Lebeche matinal suave, comenzando la singladura con buen cariz.

Oliva, a 14 de diciembre del 2012. Viernes.

    Será esta noche.

    Mi tripulación ya ha llegado de Galicia y en estos momentos se dirigen al pequeño puerto en el que está amarrado el barco para hacerse con él.

    Los tres somos viejos amigos de la misma generación, año arriba año abajo. Uno de ellos, C…, no es sólo un amigo, sino también un viejo compañero de armas y de tripulación. El otro, M…, es un hombre de negocios muy poco convencional -más tirando a aventurero- que ha tocado muchos palos. Será el nuevo armador del barco del que va a tomar posesión esta noche. A eso se dedica él ahora, a adquirir a precio de ganga derelictos o barcos que están a punto de serlo.

    Van a cerrar el trato con el todavía actual propietario; luego uno de ellos se quedará montando guardia a bordo mientras el otro viene a recogerme a nuestro campamento base, y me llevará hasta el barco para que lo saque del puerto. Hay cierto clima de desconfianza fundada y M… quiere zarpar sin dar ocasión a que nadie desarme el aparejo del velero o desvalije sus pañoles una vez éste haya cambiado legalmente de dueño. Haremos noche en lugar seguro de la costa -en estos momentos tengo desplegados ante mí el derrotero y la carta náutica correspondientes, así como los últimos partes meteorológicos- y antes de que raye el alba zarparemos hacia el Norte.

    Mientras mis compañeros se dirigen al punto de encuentro de la cita para una última revisión y el cierre del acuerdo, yo espero en nuestro campamento base, el poblado de Karl, mi viejo amigo alemán del cual ya hablé en el pasado en La partida de ajedrez y otras batallas y Schwäbisch Gmünd. Otros asuntos que hoy hemos concluido me han traído a sus tierras unos días.

    Anteayer M… me pidió que fuese al puerto deportivo de Denia para hacer una muy exhaustiva inspección del barco que pretendía, antes de decidirse por su compra. No tuve inconveniente, es más, siempre resulta un placer echar un cabo a un amigo. Además, quiso la casualidad encontrarme a pocas millas de Denia, visitando a Karl.

    M… me puso en contacto con el armador del velero, hablamos por teléfono y concertamos una cita para la inspección. Me indicó que esa misma mañana iría también un inspector de Capitanía para examinar y despachar el barco; y me pidió que, puesto que yo no estaba lejos, esperase a su llamada tras la visita de Capitanía para acercarme a Denia.

    Llegué bastante antes de la hora estimada al Club Náutico de Denia, poco después del amanecer, y sin esperar al aviso del armador. Localicé sin dificultad el velero gracias a las fotografías que M… me había enviado. Se trata de un antiguo queche de astillero holandés, casco de acero azul marino, palos y cubierta de madera, línea y formas muy marineras. Un precioso velero clásico con nombre de mujer. El barco estaba atracado en una situación casi inmejorable para poder ser observado desde el lugar que elegí para apostarme a vigilar, una especie de triste cantina en la que los cafés, refrescos o aperitivos son dispensados por máquinas de moneda. Quise estar al acecho desde horas antes, amparado en el incógnito, para ver posibles preparativos del armador que quizás me insinuaran pistas o despertaran fundadas sospechas.

    Me senté a una de las mesas, fingiendo leer mi libro -estoy releyendo las Guerras ibéricas de Apiano de Alejandría- mientras mantenía discretamente la vigilancia sobre el velero.

    No tuve que esperar mucho. Apenas diez minutos más tarde llegó a la carrera un hombre que saltó a bordo y comenzó apresurados preparativos. No viendo a nadie en mis inmediaciones, desplegué mi catalejo de bolsillo para estudiar el rostro y la fisonomía del aún armador del barco, intentando adivinar qué clase de persona sería.

    No pude ver qué sucedía en el interior del velero, pero nada anormal llamó mi atención en cubierta. Algún tiempo más tarde llegó un segundo hombre, sin duda se trataba del inspector de Capitanía.

    Su visita no fue larga y su inspección no fue minuciosa. Apenas media hora después de su llegada el funcionario abandonaba el velero y poco después pasaba a mi lado, camino del aparcamiento.

    La actividad había cesado a bordo del queche. Dejé el libro sobre la mesa y di un último repaso a mis notas acerca de este asunto, tomadas en mis anteriores conversaciones con M…, mientras esperaba pacientemente.

    Al rato vi de nuevo al armador en cubierta. Acababa de encender la máquina, que hasta entonces había permanecido apagada. Ésta arrancó expulsando una humareda por el escape húmedo. Los gases parecían tener un color normal. Desde mi posición, en el interior de aquella especie de cantina, no era posible escuchar el sonido del motor, ni mucho menos husmear los gases. La máquina se mantuvo en marcha durante un buen rato, luego fue apagada; sin duda el armador quiso arrancarla y rodarla antes de mi llegada para evitar quizás tener alguna sorpresa desagradable durante mi inspección.

    Luego abrió la lumbrera de proa y lo perdí de vista en el interior. Sin duda estaba preparando todo para mi visita. Tardó una media hora más en telefonearme. Sin desvelarle que estaba cerca, quedé en encontrarme con él en la entrada del club media hora más tarde. Entonces me levanté y abandoné mi puesto de observación, saliendo del club y dando un paseo por las inmediaciones.

    Una vez presentados me dirigió al velero y en seguida me puse manos a la obra. Efectué una revisión general del barco, que me llevó un par de horas. No me dejé distraer mucho por la charla del locuaz armador, centrándome en el trabajo. Revisé casco, jarcias fija y de labor, aparejo,  velas, acastillaje, cámara de máquinas -si es que así puede llamársele al compartimento del motor de un yate-, circuitos eléctricos, aparatos, equipos, pertrechos, documentación… Llevaba en mi mochila algunas herramientas de las que tuve que echar mano para desmontar paneles o para subir a los palos. Fui tomando notas de todo minuciosamente y sacando algunas fotografías.

    El barco estaba, en general, en buen estado. Parte de la jarcia debía ser substituida, había algunos fallos menores en el circuito eléctrico, el casco necesitaba carenar y -lo único relativamente grave- era el estado del palo mayor y sus crucetas. Aún podría dar servicio para navegación de cabotaje por el Mediterráneo, pero requeriría ser cambiado o al menos reforzado antes de adentrarnos en el Océano Atlántico en pleno invierno.

    No pude ocultar mi admiración por el velero, su línea, sus indudables cualidades marineras, su estado de conservación; y el armador no tuvo escrúpulo en ofrecerme el barco en venta, olvidando su preacuerdo con M… Tampoco yo tuve reparo en darle mi franca opinión –Es Ud. un sinvergüenza-, con una frialdad que le heló la sonrisa.

    Esa misma tarde envié un informe a M… con todas mis notas, fotografías y pareceres. Dos días después, o sea, hoy, M… ha llegado a Levante para cerrar el trato, acompañado de C… Y esta misma noche, si todo va según lo previsto, nos haremos a la Mar.

 

La Pobla de Farnals, a 16 de diciembre del 2012. Domingo.

    Llegó la mañana y nos hicimos a la Mar impulsados por un Lebeche matinal suave, comenzando la singladura con buen cariz.

    Yo llevaba el timón y daba indicaciones a mis hombres acerca del trimado del aparejo. M… se había reconvertido de armador a marinero; él mandaba en tierra, pero yo lo hacía en la Mar. Se trataba además de su primer crucero a la vela.

    El queche navegaba muy bien, dócil, noble, marinero, sorprendentemente veloz a pesar de la mariscada que llevaba adherida a la obra viva. Unos delfines nos acompañaron un rato a primera hora de la mañana.

    Navegamos a través del Golfo de Valencia, una costa ésta, la del Levante español, que tantas veces barajé y cuyas particularidades comienzan a ser ya viejas conocidas. La travesía transcurría sin incidentes reseñables hasta que el viento roló y arreció, como era previsible.

    Navegábamos a un descuartelar, sumergiendo el trancanil de sotavento en la Mar, la roda hendiendo las aguas y elevando rociones de espuma salada que llegaban hasta la popa, mojándonos, cuando sonó un estallido en la arboladura: Una de las viejas crucetas del palo mayor había estallado y los trozos de madera y astillas cayeron sobre nosotros, como si la bala de un cañonazo enemigo hubiera alcanzado la jarcia. No fue una sorpresa, ya había notado su su estado durante la inspección días atrás.
No hubo consecuencias; no llevábamos dada la vela mayor, precisamente por el mal estado en el que había encontrado el palo mayor. Navegábamos sólo con génova y mesana, y me quedé con ganas de aparejar la trinquetilla y la entrepalos en la singladura inaugural. Pero ya tendremos tiempo y ocasión para ello…
    Luego, ya en noche cerrada y con el viento y la Mar amainando, hubo otro incidente, también sin consecuencias. Un inmenso buque portacontenedores cargado hasta los topes con cajitas salía a toda máquina del puerto de Valencia acercándose por nuestro babor.

    «Si acaso por babor la luz verde se deja ver, sigue avante, ¡ojo avizor! Débese el otro mover».

    Pero el otro, o no me veía, o no me quería ver (si no conociera yo el percal de los condenados mercantones…); así que me moví yo. Antes de que la inmensa mole negra se aproximara más de la cuenta largué escotas y metí toda la barra a estribor. Aún así el leviatán de acero pasó excesivamente cerca, a toda máquina, y no varió su rumbo ni un ápice. El cabrón. Quién tuviera un cañón de 12 libras armado a proa.
    Nos tragamos su rebufo y me volví a calar -por enésima vez esa jornada- cuando nos alcanzaron las olas de su estela, que nos hicieron cabecear de lo lindo. Me desfogué a placer dedicándole algunas de mis mejores blasfemias, puño en alto, antes de recuperar el rumbo de viaje y la compostura.
    Y mientras tanto mi tripulación reposaba plácidamente bajo cubierta, durmiendo el sueño de los justos, ajenos al asunto, pues los había enviado hacía rato a descansar tras una agradable cena marinera durante la puesta de sol.

    Recalamos sin más novedad en nuestro puerto de destino, La Pobla de Farnals, donde carenaremos, aparejaremos y armaremos convenientemente el queche antes de emprender la travesía hasta las Rías Altas de mi querida Galicia.

    Espero que no se demore demasiado el día de hacernos a la Mar y acabemos con los preparativos antes de que avance más el invierno. Es mala época para navegar mi Océano Atlántico, el antiguo Mare Tenebrarum.


    Con las amarras aseguradas al pantalán y todo arranchado a bordo, saltamos a tierra a celebrar el buen término de la travesía inaugural como mandan los cánones, sin siquiera quitarnos las ropas de mar ni la costra de sal. Un pub en el puerto deportivo con gente amistosa, música alta y precios razonables cumplió a la perfección. Al final se complicó la maniobra de tal modo que regresamos a bordo con las primeras luces del alba… y, por lo visto, con una enorme señal de tráfico que a la mañana siguiente nadie recordaba cómo había llegado a bordo, y que habrá que hacer desaparecer del barco con disimulo.

    Así terminó la primera singladura en este hermoso velero con nombre de mujer.

13 comentarios en “Aquel hermoso velero con nombre de mujer

      1. Y sí, por favor, siga escribiendo pero sobre todo viviendo, las personas como usted hacen de este mundo un lugar más interesante.

        Un saludo ( tranquilo, es el último mensaje, no le molesto más)

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