A bordo del Mistral, Mişrātah.
A 30 de octubre del 2012. Martes.
Octavo día en Misurata. Seguí la rutina habitual de cada mañana: tras arranchar el camarote y desayunar salí a tomar los calados de proa, popa y medio, y medí la salinidad del agua con el densímetro (la lectura en estas aguas es de 1,027, más salada que el agua de mar normal, lo que no es extraño en el Mediterráneo). Recogí en máquinas los datos de los niveles de los tanques y luego me vine al escritorio de mi camarote e hice el cálculo de la cantidad de carga que queda a bordo, un cálculo con múltiples correcciones que yo desarrollo a papel y lápiz por gusto, por amor al arte y porque me parece muy importante no perder los conceptos del oficio. Me lleva unos quince minutos. Luego se lo presento al capitán en su despacho, que comprueba mis resultados con el programa de carga del ordenador y hace lo mismo que yo en una fracción de segundo.
Después salí a cubierta a recibir a los estibadores. También fieles a su rutina, se retrasaron respecto a la hora establecida. El contramaestre ya tenía abiertas las tapas de las bodegas y todo estaba dispuesto comenzar el trabajo.
Me acodé sobre la brazola y observé cómo se reanudaban las operaciones de descarga del acero, con la parsimonia propia de estas tierras. Luego me pasé al pasamanos de toldilla y desde allí, sentado en una bita, asistí al paulatino despertar del día y de los muelles, que poco a poco fueron cobrando vida hasta convertirse en un verdadero trajín bullicioso, con multitud de gente cargando y descargando buques y afanándose de un lado a otro entre camiones, maquinaria, gritos, voces, cláxones.
Resulta significativa la cantidad de gente que se ve por el puerto con prendas militares; pantalones, gorras, camisetas. Guerreras, pocas; botas, ningunas; sólo calzan sandalias, sea cual sea la ocupación de su usuario. A pesar del atavío miliciano el aspecto es muy poco marcial, eso sí. Probablemente muchos de estos hombres habrán tomado parte en la sangrienta y fratricida Batalla de Misurata el año pasado, si no en más episodios de la guerra civil que asoló el país. Y probablemente muchos otros sólo lleven prendas militares ahora, a toro pasado, para dárselas de. Bravucones de ésos que hay en todos los corrales, que ahora aparentan y se dan aires pero que cuando se batía el cobre, miraban a otro lado, escurrían el bulto o hacían cosas muy poco heróicas en retaguardia.
La prenda estrella, con permiso de las sandalias, es la suriyah, una suerte de camisa muy holgada y larga que llega hasta los tobillos, a veces algo menos, con mangas habitualmente largas que muchos se arremangan. Realmente parece un camisón. Se antoja incomodísima para trabajar o incluso para moverse, pero, motivos culturales aparte, estoy seguro de que es de lo más apropiado para un clima como éste.
Abstraído estaba en mis meditaciones acerca de las virtudes de la suriyah cuando un muchacho libio subió por la pasarela y me abordó tímidamente, con sonrisa amigable. Era un rapaz de unos veintipico años, mirada viva, bigotillo hirsuto y barba larga, al estilo musulmán. Por lo visto le interesaban mis brazos tatuados. Los señaló tímidamente y me pidió que se los enseñara. No tuve mayor inconveniente. Las sirenas la causaron impresión. Las señalaba con fascinación.
-Comenzaron a crecerme a los ocho años- le expliqué en español; él contestó en árabe y ambos reímos, sin comprendernos, pero entendiéndonos.
Le dije que, si quería, podía tatuarlo. Me llevaría poco más de media hora tatuarle una pequeña ancla, o algo sencillo, si le hacía ilusión. Pero alzó las manos y las agitó, negando con la cabeza con cara asustada. Me encogí de hombros y le sonreí bondadosamente, recordando que los musulmanes tienen prohibido tatuarse o ensuciar su cuerpo, pues es un regalo de Dios y debe mantenerse como él nos los da.
La comunicación era difícil pues él sólo hablaba árabe y cuatro palabras de pseudo-inglés. Pero la mímica ayudó bastante y de un modo u otro nos íbamos entendiendo, mal que bien. Ambos teníamos buena predisposición.
No le gustaban los rusos, decía que eran mala gente, borrachos y brutos. Ni los ingleses, arrogantes y estirados. Pero sí le gustaban España y los españoles. El muchacho era jovial y agradable, sentí que no pudiéramos comunicarnos con mayor fluidez.
-En España mucho drink y mucho disco– me decía, alegre, simulando unos pasos de baile.
-Bueno, algo de eso hay, compañero- respondía yo, pensando entre mí «vaya con la imagen que damos al exterior, colega. Hasta en Libia. Fiesta y olé».
Le pregunté si tenían muchas discos en Misurata y me explicó que en Libia Ghadafi no lo permitía. Tampoco permitía la bebida. Sacó de un bolsillo un viejo Nokia destartalado y me enseñó con mucho secretismo una fotografía, mirando por encima del hombro para comprobar que no había nadie cerca… yo me esperaba lo peor, pornografía, torturas, algo atroz, depravado, infame; pero me mostró una foto de una botella de JB. Así de inocente. Luego, otra de una botella de Absolute Vodka, que era, por lo visto, su bebida favorita. «Jidẗ, good, good!» sonreía, alzando el pulgar cual emperador romano indultando a valeroso gladiador. El libio me mostraba esas fotos de botellas de licor con más secretismo del que se emplearía en transmitir un secreto de estado.
Me explicó que ahora Ghadafi estaba muerto y bien muerto -reforzó las palabras con el gesto de rebanar un pescuezo- y la gente se divierte un poquito más.
-Ahora no hay policía, ahora somos más libres- continuó, sonriendo.
Me pregunté si no les habrían cambiado un yugo de espinos por uno de seda, pero yugo a fin de cuentas; el mismo perro con distinto collar. Pero me alegré sinceramente de que ahora se divirtieran un poco más y fueran más felices. Mientras les dure. A éstos, como a todo hijo de vecino, también les gusta coger sus puntitos y bailotear.
Luego derivó el tema y me preguntó si estaba casado; le dije que no. Entonces me preguntó si es que acaso no tenía dinero para tener esposas. Me pareció abrumadoramente complicado explicar por qué no estoy casado; ya habría sido difícil explicarlo en español, y más aún explicárselo a un musulmán africano; si a eso añadimos tener que hacerme entender a través de mímica y gestos, con dos palabras de árabe y cuatro de inglés… lo vi excesivamente complejo, así que lo resumí diciéndole que es que estaba siempre embarcado. Me miró con recelo; mi argumento no pareció convencerle mucho.
Luego él tuvo que volver al muelle a su trabajo y yo me quedé pensando en la última parte de la conversación. Y es que tampoco hay tanta diferencia, a fin de cuentas, si uno lo analiza fría y objetivamente. En estos países más arraigados a las costumbres ancestrales uno tiene que tener dinero para pagar la dote de la -o las- esposa/s y mantenerlas. En Occidente frecuentemente hay que tener dinero para conquistar a las esposas y mantenerlas contentas. Y a veces también a las queridas, si eres de los que las tienen. Aquí pagan el precio de las esposas a sus familias; en Occidente, a las propias esposas. Y bien que se cotizan, algunas de ellas. Seamos sinceros, pocas chicas en nuestra sociedad se casan con perdedores… a menos que no puedan aspirar a más. Por supuesto, también quedamos algunos románticos -tanto chicos como chicas- que nos enamoramos y creemos en el amor y nos rompen el corazón, y esas cosas del cine y las novelas… que no sólo pasan en el cine y las novelas. También hay románticos entre las sociedades de tradición musulmana y árabe, como se narra en más de una de las historias de Las mil y una noches -libro magnífico- y como he conocido pateando mundo.
Pero en esencia, objetivamente, quizás los emparejamientos, tanto aquí como allá y salvando muchas excepciones hermosas, sean en general más acercamientos de interés que otra cosa. Por desgracia. Y para desgracia de los hijos, sobre todo.
O quizás no… quizás no sea del todo disparatado ni inhumano el matrimonio de conveniencia, o interés. A fin de cuentas siempre fue así a lo largo de la historia de la humanidad -esto de casarse por amor es un invento relativamente moderno, y no veo yo que funcione muy bien a la larga en la mayor parte de los casos-. Desde plebeyos a monarcas, durante siglos y milenios los matrimonios han sido negocios de interés. Y no han ido del todo mal cuando hay interés para todos, y las condiciones -dineros, propiedades, amantes- quedan claramente establecidas desde un principio.
Mucho me temo que éste será otro tema en el que no conseguiré definir una opinión, como me sucede con El eterno debate taurino , la domesticación de los animales, los insecticidas y algunos otros más.
Aquí puede visitarse el álbum de fotografías tomadas durante mi embarque en el Mistral.
Interesante reflexión. Pero en este último siglo no sólo se da en un sentido, que no es inusual que los hombres procuren matrimonios «de conveniencia» para mejorar su estatus. Y cada vez más frecuentemente son ellos los que cuestan dinero a la mujer.
Eso de los insecticidas tiene que explicarlo.
Un saludo desde Madrid.
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