A bordo del Mistral, Mişrātah.
A 28 de octubre del 2012. Domingo.
Cuarto día sin operaciones en el puerto de Mişrātah. Amaneció soleado y despejado, los muelles continúan desiertos, la calma en el puerto es absoluta. Estos días se celebra el Aid al-Adha, la Fiesta del Cordero, principal festividad musulmana que conmemora el episodio -común al cristianismo- en el que Dios provee de un cordero a Abraham cuando éste estaba dispuesto a sacrificar a su hijo.
Ayer hice una expedición más allá de los límites del puerto. Tras la sobremesa salté a tierra con ropa de barco y casi nada de valor. Camiseta vieja, pantalón de faena recio, descolorido y con algunos zurcidos, y lo mínimo indispensable en mis habitualmente repletos bolsillos: El pasaporte, la libreta marítima, un cuaderno de notas, el bolígrafo Parker, y sólo la cámara de fotos y el reloj -roto tras la caída del Golfo de Vizcaya y reconvertido a reloj de bolsillo- como únicos objetos de relativo valor. Me he acostumbrado a hollar puertos en los que las botas que llevas puestas a menudo valen más que tu propia vida, y resulta razonable no hacer ostentación.
Quizás no fuera el mejor día para salir de expedición. Soplaba de nuevo el Siroco, viento cálido del interior, del Surleste, que arrastraba las rojizas arenas del desierto nublando el cielo. El termómetro de a bordo marcaba 43,5ºC a la sombra; el seco, 20ºC. Tal diferencia de temperatura se salía de las tablas psicrométricas que tenemos a bordo, hube de recurrir al cálculo para determinar la humedad relativa que establecí en un desolador 9%.
El Siroco, Ghibli en libio, también llamado Khamsin desde la Cirenáica hasta el Líbano, es la palabra árabe que significa ‘cincuenta’, pues se dice que es el viento predominante en los cincuenta días que siguen a la Pascua Copta. Es un viento caliente y seco del Sur que eleva las temperaturas por encima de los 40ºC y la humedad puede descender hasta el 3% a lo largo de la costa. Los vientos pueden alcanzar fuerza 6 a 8 y traen tormentas de arena asociadas que reducen la visibilidad a condiciones de niebla densa, o incluso menos. Estos vientos pueden llegar a cientos de millas más al norte, pero van ganando humedad a medida que se desplazan al norte. Los sirocos más severos suelen ocurrir en la primavera tardía o en el otoño, pero raras veces en verano. Pueden durar desde entre una y dos horas hasta tres o cuatro días. Las condiciones que suelen propiciar el Ghibli son altas presiones al este del Delta del Nilo y una depresión cruzando el Este del Mediterráneo hacia el Este.
A pesar de la perspectiva descendí con entusiasmo la pasarela del Mistral y caminé por los exánimes muelles, dejando a un lado pilas de contenedores y al otro los grandes barcos de acero, atracados inmóviles como grandes animales presos doblegados y resignados a su suerte.
Una nota manuscrita en mi cuaderno de bolsillo, escrita al amparo de un antiquísimo y destartalado camión, bajo el cual me senté al estilo indio buscando un respiro y algo de cobijo durante la expedición, describe el ambiente: «El cielo está pardo y todo está lleno de arena en una atmósfera sofocante, turbia y sucia, tanto que oculta el Sol, cuyo contorno por momentos ni siquiera se llega a adivinar. El viento es moderado y muy caliente. El ambiente es sequísimo, abrasador. Reseca los ojos, los labios, la garganta, la nariz. A ratos se hace difícil respirar. Cuando se está al socaire se libra uno del viento arenoso, pero a cambio se padece un calor infernal que no tarda en empaparte en sudor. Sudor al que luego se pega la arena.»
No había un alma en el puerto. Caminé hacia el Oeste y luego viré al Sur, dejando a un lado los buques atracados y al otro las montañas de contenedores. Mirando hacia el Oeste se veía que al otro lado de la dársena parecían estar construyendo más muelles. En cualquier caso, las obras estaban hoy paradas y no se veía un alma. Sin embargo, de la orilla de enfrente brotaba el sonido de una voz declamando a través de un potente altavoz, una suerte de monótona e interminable letanía que parecía surgir de entre las palmeras y las casetas bajas que había en la ribera opuesta, una orilla completamente desierta. Supuse que era algún tipo de oración, lectura o discurso religioso. Esa monótona voz amplificada, única señal de vida, daba una sensación extraña en el marco de la soledad reinante.
Continué caminando por el puerto y dejé atrás los barcos. Avancé por una zona en la que había algunos edificios bajos y viejos, en bastante mal estado, cerrados a cal y canto. En muchos de ellos ondeaba la nueva bandera libia y varios tenían carteles escritos en árabe. Algunos mostraban orificios de ráfagas de balas y otros desperfectos, vestigios de la reciente guerra civil. A mi derecha dejé un descampado en el que había trazas de un gran incendio, mucho hollín y ruinas calcinadas. Llegué a otra avenida igualmente desierta; hacia el Oeste se prolongaba hasta donde la vista alcanzaba, y allá a lo lejos me parecía adivinar algo que intuí debía ser el control de acceso al puerto. Aunque ése sería mi siguiente objetivo, primero tenía que encontrar la oficina de inmigración para sellar el pasaporte y conseguir el permiso de salida. Vagabundeé por aquella zona de edificios dispersos, entre ellos estaba el más grande de cuantos encontré en el puerto, en su fase final de construcción, y aún inhabilitado para cualquiera que fuese a ser su uso. Cerca de él estaba uno bajo pero extenso, e intuí que debía de ser el edificio de la capitanía y la autoridad portuaria. Llegué a la estación de los bomberos y frente a ella vi un pequeño edificio en no muy buen estado con un cartel verde sobre una de sus puertas. Dicho cartel rezaba «Inmigration» en caracteres latinos blancos, bajo los -supongo- correspondientes árabes.
Encontré su pequeña puerta celeste metálica abierta. Asomé la cabeza; el interior era lóbrego y obscuro, viejo. Había un pequeño zaguán con una ventanilla cerrada, y de él salía un corredor largo e igualmente lúgubre, con puertas a lado y lado. Confieso que el interior del edificio me dio mala espina; sensación de dependencias policiales, de corrupción, de torturas. Deseché tales funestos pensamientos y me adentré. No se veía un alma, pero de algún lugar del largo corredor salía música árabe. Saludé en árabe en voz alta pero no logré llamar la atención de nadie, si es que alguien había. Esperé cosa de un minuto antes de volver a decir ‘hola’, esta vez en inglés y haciendo bocina con las manos hacia el corredor. Entonces respondió una voz, me sonó a gruñido desganado, o molesto por mi interrupción. «Espero que no estuviera rezando», pensé, aunque era poco probable, creo, que nadie rezara con música puesta. Un hombre asomó a mitad del pasillo y se acercó al zaguán. Era alto y muy moreno, pelo negro y escaso peinado hacia atrás con fijador. No vestía uniforme. Saludé y le expliqué que deseaba salir a tierra, a la ciudad; hubimos de entendernos en una mezcla muy pobre de árabe e inglés, enriquecida y salvada por gesticulaciones y expresión corporal.
El hombre me hizo pasar a la estancia de la que había salido y me ofreció asiento en un sillón, cómodo aunque viejo y desgastado. Le extendí mi pasaporte, lo estudió un rato antes de cerrarlo y ponerle una pegatina, guardándolo en un cajón y dándome a cambio una tarjeta plastificada, un ‘shore pass’. Me quedé un poco intranquilo al desprenderme del pasaporte, pero resultaba indispensable para poder salir a tierra.
El inspector, u oficial, fue muy amable y cortés durante la corta entrevista, a pesar de su semblante serio; e incluso hicimos algunos comentarios distendidos a pesar de las dificultades comunicativas. Ambos teníamos buena intención y predisposición. Salí de Inmigración y me encaminé en la dirección en la que suponía la salida del puerto, buscando cuando podía en edificaciones o contenedores resguardo del viento y la arena que arrastraba; pero allá donde encontraba socaire, la ausencia de viento hacía que la sensación de calor fuera mucho mayor. Al menos se podía respirar mejor, sin aspirar arena.
Todo lo nuevo, moderno y bien conservado que había terminaba en las lindes del puerto; o un poco antes, incluso. Las rejas y puertas del acceso al puerto estaban desvencijadas, las casetas y las pequeñas edificaciones, ruinosas. Afuera, el aspecto era desolador. Me pregunté si sería buena idea salir del recinto portuario, si no llegaría con ver los toros desde la barrera. Desde luego no había ni rastro de la ciudad; deduje que me había entendido perfectamente con quienes me habían dicho días antes que Misurata estaba a unos quince o veinte quilómetros. Vi a un hombre joven apoyado en el quicio de la puerta de un pequeño edificio y me acerqué a él. Vestía a la europea, bajo los patrones de la moda occidental juvenil de hace unos años, aunque estaba descalzo. Fue también receptivo y amable, y con las ya habituales complicaciones idiomáticas entendí que, en efecto, la ciudad estaba lejos. Me sugirió un taxi, me dio la sensación de que él mismo ejercería de taxista, lo fuera o no, para llevarme a Misurata. Pero decliné, le expliqué que yo caminaba a casi todas partes. Se encogió de hombros y nos despedimos.
Franqueé las desvencijadas rejas del acceso y…
Aquí puede visitarse el álbum de fotografías tomadas durante mi embarque en el Mistral.