A bordo del Mistral, 45 millas al surleste de Lizard Point.
A 22 de agosto del 2012. Miércoles.
Corre la guardia matutina a bordo del Mistral cuando enfilamos el último trecho del Canal de la Mancha en demanda de Ouessant. Atrás quedarán las espesas nieblas que marcaron la singladura de ayer, desde el Mar del Norte hasta el Cap de La Hague. Y atrás quedó también Amberes, uno de los grandes puertos de Europa y del mundo, con sus muelles, sus grúas, sus barcos; con sus historias, algunas de las cuales caerán en el olvido mientras que otras perdurarán para siempre en la memoria.
Nuestro próximo destino es Santander, donde recalaremos dentro de unos tres días. No hubo nada más que destacar de la estadía en Amberes. Llegado el lunes cambiamos de amarradero, abarloándonos a un gran carguero -el VOC Daisy, un granelero de unas cincuenta mil toneladas, bandera panameña-. Este buque fue secuestrado por piratas somalíes en el Golfo de Aden en abril del 2010, siendo liberado meses después, en octubre. Observé sus cubiertas, por donde no hace mucho corrieron marineros y piratas entre gritos y disparos; cubiertas ahora tranquilas en las que antaño se vivieron momentos dramáticos. Nadie lo diría. También observé a los marineros filipinos que se afanaban en sus tareas, pequeños y silenciosos. Me pregunté si algunos de aquellos hombres asiáticos que adujaban cabos con la parsimonia propia de su raza se habrían encontrado entre los 21 marineros secuestrados dos años atrás. Cuántas historias extraordinarias, dramáticas o asombrosas se ocultan a menudo tras los rostros impasibles de las personas. De cuántos sucesos insólitos, trágicos o fascinantes, son mudos testigos los barcos, o edificios, u otros objetos inertes que nos descubrirían heroicidades, atrocidades o secretos inconfesables si tan sólo pudieran hablar.
Una pontona-grúa situada entre ambos buques transbordó parte de la carga del Daisy directamente a nuestras bodegas, que quedaron llenas en una jornada. Una vez completada la carga largamos amarras y fuimos a atracar al otro lado de la dársena, al mismo muelle -el 164- al que habíamos amarrado al llegar a este puerto días atrás. Allí trincamos las bodegas, el primer oficial afinó los cálculos de carga con el inspector belga y el capitán tramitó todos los papeleos previos a la partida.
Tuve tiempo a dar un paseo por el muelle mientras esperábamos la llegada del práctico, un tranquilo y agradable paseo al atardecer. El Mistral estaba ya arranchado a son de mar, listo para zarpar, con las máquinas arrancadas ronroneando gravemente y la chimenea exhalando penachos y volutas de humo negro que se elevaban con una leve inclinación a Poniente, consecuencia de la brisa. Al otro lado de la dársena el Arklow Field, un buque irlandés gemelo al nuestro, construido en los mismos astilleros, había ocupado nuestro lugar a la barloa del VOC Daisy, y la pontona-grúa ya estaba llenando sus bodegas.
El práctico llegó a bordo a la hora convenida y largamos amarras del muelle 164 con las últimas luces del día, navegando por el río Escalda y su estuario hasta desembocar en el Mar del Norte pasada la medianoche.
Esta mañana la guardia se presenta tranquila, navegamos por el transitado paso del Canal de la Mancha, una de las vías marítimas más concurridas del mundo. Multitud de barcos navegan ordenadamente en uno u otro sentido y algunos otros, haciendo cabotaje entre Francia e Inglaterra, se cruzan en nuestras derrotas. Mañana habremos doblado ya Ouessant y navegaremos a rumbo directo hacia Santander.
A bordo del Mistral, en los 43º 40’N 003º 51’W
A 1 de septiembre del 2012. Sábado.
Llegó el mes de septiembre y con él largamos amarras del puerto de Santander. Navegamos ahora la cornisa cantábrica en bonanza, dejando por el través de babor los majestuosos Picos de Europa, con sus cumbres cubiertas de nieve.
De nuevo la noche fue larga y el descanso corto. Acabamos la carga de madrugada, ultimamos los preparativos previos a la salida a la Mar y largamos amarras del muelle de Raos antes del amanecer, deslizándonos por las quedas aguas de la Bahía de Santander y doblando el Cabo Mayor con las primeras luces del alba. Ya en mar abierta, empalmé con mi guardia matutina en el puente. Mi segundo pote de café con chocolate humea a mi lado y anoto estos apuntes en mi cuaderno de bolsillo, con un ojo puesto en el horizonte y el otro en el radar.
La singladura comienza con buen cariz; termómetro y barómetro permanecen estables, ningún aviso a los navegantes afectará las aguas por las que navegaremos y el horizonte se aprecia limpio de buques y nubarrones. La guardia, en principio, parece presentarse tranquila.
La estadía en Santander fue larga e intermitente, con dos cambios de amarradero y un fondeo intercalados. Entramos a puerto nada más llegar, la tarde del día 24, si mal no recuerdo. A la mañana siguiente comenzamos la descarga, que transcurrió sin novedad, y una vez finalizada largamos amarras y anclamos en el Fondeadero del Sardinero, a media milla al surleste de Cabo Mayor. Allí permanecimos el tiempo necesario para que el contramaestre y el marinero limpiaran las bodegas y las prepararan para el siguiente cargamento, acero consignado a Génova, Italia. Un día después levamos el ancla y entramos en puerto, atracando en el muelle de Raos. Allí embarcamos parte de la carga, palanquilla, largas barras cuadradas de una aleación barata de acero. Se estibaron tres alturas en el plan de bodega. Las operaciones llevaron todo el día. Durante la mañana, estando yo apoyado en el pasamanos de toldilla, vi que una chica que se aproximaba por el muelle saludándome con entusiasmo. Mi miopía, aunque leve, no me permitía distinguir sus rasgos en la distancia; pero a mi desconcierto inicial -no recordaba conocer a ninguna chica en este puerto- sobrevino la alegría de reencontrarme con una antigua compañera, que navegó como alumna de puente conmigo a bordo del Lola y que ahora se había conseguido colocar como surveyor -inspectora- en el puerto de Santander. Me alegré muchísimo por ella.
Los estibadores acabaron de cargar la palanquilla de madrugada. Yo me acostaba a las doce y media y de nuevo me estaban levantando a las tres para cambiar de muelle. Ya atracados en el nuevo, dispuse de más o menos una hora de descanso antes de empezar la jornada. El día amanecía gris y plomizo, y orballaba cuando no llovía; apenas algunos claros dispersos alternaban con los aguaceros. Allí embarcamos bobinas de alambrón, pero elaboradas con un acero de más calidad que no puede mojarse. Cerca de las nueve se abrieron las tapas de la bodega de proa, pero apenas dio tiempo a media docena de movimientos antes de que arreciara el orballo y hubiera que volver a cerrarlas. En cualquier caso el capitán, con muy buen criterio, redactó una Carta de lluvias que dio a firmar al agente consignatario, en la que descargaba en los cargadores la decisión de abrir y cerrar bodegas, eximiéndose así de la responsabilidad.
Durante la parada en las operaciones de carga me acerqué al hospital para que echaran un vistazo al costado, aún tenía molestias desde aquel golpetazo del primer día. Me atendieron razonablemente rápido, exploración y radiografías (para que luego los necios digan de la Seguridad Social), y el médico dictaminó que había habido una raja en la costilla pero que como había pasado tanto tiempo -21 días- desde el golpe, ya estaba prácticamente soldada. Me prescribió reposo y antiinflamatorios. Reposo, poco podré permitirme con el trabajo diario. Y antiinflamatorios no tomaré, con mi natural aversión a medicamentos, drogas y demás química. Total, no me van a arreglar la avería.
Ahora navegamos el Mar Cantábrico en demanda de la Estaca de Bares. La guardia, como decía, transcurre muy tranquila. Observo el Sol, anaranjado, que se alza ya unos diez grados sobre el horizonte por nuestra popa; la esfera incandescente que se eleva sobre la Esfera Celeste, en cuyo centro está la Esfera Terrestre. Y de nuevo vuelvo a darle vueltas al asunto y, como tantas otras veces, me pregunto dónde se hallarán los confines del Universo. Todo parece tener la misma estructura, desde los átomos a las galaxias: bolas girando en torno a bolas. Me pregunto hasta dónde llegarán los límites, por lo grande… y por lo pequeño. Tengo mucha curiosidad, pero también me inquieta la idea y admito que, cuando medito en profundidad sobre ello, me da un poco de vértigo y ansiedad y me apresuro a pensar en otra cosa. Pero, aún así, me gustaría que se descubrieran los límites antes de que yo muriera.
También me inquieta el Tiempo, concepto éste que intuyo de algún modo muy relacionado con el anterior. Es limitado, transcurre ineluctablemente y es imposible saber cuánto nos queda. Tenemos fecha de caducidad y tiempo limitado. El transcurrido es ya irrecuperable, sólo queda aprovechar el que queda del mejor modo posible, satisfactoriamente. Pensamiento éste que me hace recordar aquellas palabra de Conrad en Lord Jim: «No vinimos a este mundo más que a sufrir y hemos de abrirnos paso como podamos, mirando siempre dónde ponemos el pie, aprovechando, al minuto, un tiempo precioso, y con la esperanza de que nos marchemos, al fin, con cierta decencia.»
Aquí puede visitarse el álbum de fotografías tomadas durante mi embarque en el Mistral.