A bordo del Mistral, Amberes.
A 20 de agosto del 2012. Lunes.
(…) Al rato, poco antes de las 20:00, alguien llamó a la puerta de mi camarote: era el 2º piloto.
-Oye, que te estamos esperando arriba txo, ¿te falta mucho?- me preguntó con su marcado acento vasco. Maldita la gana que tenía yo de saltar a tierra, entre el cansancio acumulado y el calor anormal -35ºC aún a esas horas- que oprimía el ambiente. Pero de nuevo me brotó la respuesta afirmativa, es superior a mí.
-¡En seguida estoy! Dadme tres minutos.
Por otro lado -meditaba un minuto más tarde, mientras me cambiaba-, me vendría muy bien saltar a tierra. Acabo de enrolar hace dos semanas y salir a estirar las patas con los compañeros me permitirá socializar algo más y conocerlos en un contexto más distendido, fuera del barco. Y, además, en Amberes. Que no es cualquiera cosa.
En el portalón me esperaban el 2º piloto, el 1º maquinista, un marinero y el capitán. Me sentí muy avergonzado al ver que todos estaban esperando por mí, aunque ninguno parecía en absoluto molesto o impaciente, imperaba el buen humor. Descendimos por la pasarela entre risas y chanzas, despidiéndonos del primer oficial, que estaba plácidamente sentado en una bita en la toldilla de popa, y del contramaestre, que intentaba pescar algo con un improvisado aparejo en el coronamiento. Caminamos por los solitarios muelles, el Sol ya descendía y las sombras se alargaban, pero el calor seguía siendo opresivo y bochornoso. Llegamos a una carretera en la que había una marquesina de transporte público y allí decidimos pairear hasta que llegara el autobús. Observamos el cartel que indicaba la ruta de esa línea y el plano general de la red de transporte metropolitano, pero estaba escrito en extranjero y nos resultaba bastante complejo descifrarlo. Tomé una buena fotografía del mapa general y del cartel de la parada, que indicaba el nombre y número de nuestra línea de bus y la parada próxima a nuestro muelle, para facilitar posteriormente el regreso.
Acabó por llegar el bus poco antes de que nos deshidratáramos, pagamos el elevado importe del billete y saltamos a bordo. Nos apeamos unos veinte minutos más tarde en una calle céntrica aledaña a una gran plaza. Antes de bajar pregunté al conductor dónde coger el bus de vuelta y la hora del último: En aquel mismo lugar y a medianoche. Ése era el mío. Estaba cansado, más que decidido a no dejarme enredar y batirme en honrosa retirada al menor indicio de que la maniobra se complicara. En cualquier caso, no más tarde de la medianoche.
Tomé fotografía del cartel de la parada de bus y el nombre de la plaza en la que estaba, y anoté también los nombres de las principales avenidas por las que caminamos. Ahora, mirando atrás, sospecho que en lo más profundo de mi fuero interno sabía que la maniobra se complicaría, calaríamos el disco de Plimsoll y tendríamos dificultades para trazar la derrota de vuelta a bordo, con el compás desnortado y escoras alarmantes a banda y banda. No tenemos remedio. Y yo, veterano en estas lides, tomé la juiciosa precaución de ir anotando los nombres de calles y lugares que servirían de referencias para volver a bordo cuando las circunstancias enturbiaran la razón y los sentidos en estas tierras de bárbaros de incomprensible lenguaje extranjero, como navegante que toma notas para futuras travesías o recaladas.
El capitán guiaba la expedición, también había estado en Amberes en otras ocasiones, hace tiempo, y nos lideraba con la decisión propia de su cargo a través de las calles de la ciudad.
Acabábamos de dejar a popa la Iglesia de Sint Antonius Van Padua -yo anotaba el nombre en mi cuaderno, tras tomar una foto artística- cuando mi oído captó palabras en español cerca de mí. Alcé la vista y vi a un rapaz de poco más de veinte años, delgado y moreno, que sostenía una bicicleta con una mano y hablaba por teléfono con la otra. Tenía un marcado acento gallego y no pude evitar esperar a que acabara su conversación para abordarlo. Poco después regresaban mis compañeros, al advertir que me quedaba atrás, y el muchacho se vio algo abrumado al verse rodeado de cinco marinos más o menos toscos, recios, rudos y barbudos. Charlamos un rato, el rapaz se fue relajando y le preguntamos dónde podríamos tomar unas copas. El muchacho -llamémosle, por ejemplo, Francisco- nos indicó cómo llegar a algunos locales cercanos. Nos despedimos y reanudamos la marcha, recalando minutos después en un pub con buena pinta. Fondeamos en una mesa de la terraza y trasegamos unas buenas pintas de cerveza; entraron como agua. La camarera, a primera vista, era demoledora; pero despertó ciertas sospechas cuando abrió la boca para atendernos. Poco después el 2º me daba un codazo:
-Fíjate en el bulto bajo la minifalda… ¡menudo paquete!
Quizás la enorme bandera multicolor que ondeaba sobre la terraza del pub debería habernos puesto sobre aviso acerca del ambiente del local en cuestión. A pesar del chasco de algunos se decidió pedir una segunda ronda que aplacara nuestra sed, y en ésas estábamos cuando apareció de nuevo Francisco, empujando su bicicleta. La apoyó sobre su pata de cabra y se acercó a la mesa.
-¡Os estaba buscando!- dijo, sonriente. Venía a traernos un mapa turístico de la ciudad en el que él había ido marcando sus pubs y locales favoritos, con algunas notas acerca de ellos y de las diversas cervezas que servían. Fue un detalle de lo más bonito, y todos lo apreciamos. Le invitamos a sentarse a beber con nosotros y él, tras una primera resistencia simbólica, aceptó. Le ofrecí asiento a mi lado y pedí una pinta para él, que no aceptó sin cierta reticencia. El muchacho resultó ser… ¡estudiante de náutica! Un futuro piloto de la Marina Mercante que estaba haciendo su último año de carrera en Amberes. Mostraba ilusión y se interesaba por el trabajo, los embarques, las navieras… Todos le desaconsejamos unánimemente la vida marinera, con convicción y más o menos vehemencia, y me temo que lo dejamos un tanto decepcionado. Lo cierto es que el oficio ya no es lo que era, se ha vuelto muy desagradecido y sin apenas futuro en España. Pero me pregunté cuántas puertas interesantes podrían abrírsele en el gremio a alguien que, como este chico, cursa parte de sus estudios en el extranjero, en países del norte de Europa en los que aún hay grandes flotas abanderadas en ellos, donde los armadores cuidan a sus marinos y las condiciones aún son lo suficientemente buenas como para que valga la pena enrolarse. Me pregunté cuántos contactos interesantes tendría la oportunidad de crear alguien en la situación de este chico que a nosotros, los españoles, nos están vedadas, dejados de la mano de Dios en esa soleada península meridional.
-Aprovecha bien las oportunidades que se te ofrezcan aquí, muchacho -le aconsejé entre sorbo y sorbo de la espumeante cerveza-. En España no nos quedan ni futuro ni las raspas.
Poco después se despidió de nosotros, rehusando la invitación a unirse al grupo en la correría nocturna; y nosotros abandonamos el pub gay siguiendo a nuestro capitán, que nos guiaba con el mapa de Francisco desplegado, como un capitán pirata guiaría a su hombres hacia la cueva del tesoro.
Con dos pintas de cerveza -un litro- en el tanque, bebidas con sed y avidez en un tiempo alarmante, tuve el atisbo de lucidez necesario para darme cuenta de que convenía lascar escotas para aminorar andar y evitar la escora. En esas meditaciones andaba sumido cuando desembocamos en una atestada plaza, llena de terrazas repletas de gente; parecía, realmente, una plaza del sur de Europa, aunque mucho menos bulliciosa.
-¡Aquí es!- bramó el capitán, agitando el mapa en lo alto, y nos dirigió a la terraza de un pub cercano. Allí dimos fondo y los compañeros comenzaron a discutir acerca de las cervezas que tomarían, si alguna de las que había anotado Francisco en su mapa u otras de nombre sugerente o graduación estimulante.
Yo me encontraba abstraído escrcibiendo algo en mi cuaderno cuando el camarero vino a tomar nota; y alguien se ocupó de pedir una pinta por mí. Poco después, olvidados mis buenos propósitos de sobriedad, convenciéndome de que sería un feo rechazar la jarra, brindaba alegremente con mis compañeros y bebía a la salud de sabe Dios qué o quién.
Como detalle anecdótico, nos sorprendió un músico callejero que incluyó en su repertorio el Hijo de la luna, de Mecano, interpretado con bastante tino.
Pero no nos encontrábamos a gusto allí. El artista callejero, demasiado próximo, resultaba francamente molesto; la cerveza era insultantemente cara; el servicio, pésimo, con camareros sin oficio a los que antes darías un puntapié que una propina; y el ambiente general de aquella plaza, demasiado tranquilo y sosegado como para que nuestros espíritus meridionales, en creciente exaltamiento, se sintieran a sus anchas. Decidimos levantar el fondeo.
Con el mapa desplegado sobre la mesa, los compañeros discutían acerca de la derrota a seguir. A mí me resultaba un poco indiferente, sabedor de que poco después iniciaría el tornaviaje a bordo en el último autobús. Tras el cónclave se decidió arrumbar a un bar no muy lejano que, según nos había dicho Francisco, era de una familia española. Y allá fuimos.
Resultó de lo más entrañable y prometedor ver un cartel de hierro forjado de Estrella Galicia colgado de la fachada de ladrillo. Y fue ese condenado letrero, iluminado por un farol en la penumbra nocturna, el que me convenció para entrar con los muchachos en vez de arrumbar directo a la parada de autobús. «¡Hay Estrella Galicia! Echemos un trago con los compañeros antes de regresar a bordo, ¡a la salud de la patria chica!». Recuerdo que cuando cruzaba el umbral del local evoqué al viejo Capitán Haddock y pensé «¡Diablos! Me comporto como él, agarrándome a cualquier pretexto para echar un trago.»
Estos sensatos pensamientos se difuminaron en el acto en cuanto entré en el local. Había una enorme cabeza de toro negro colgada de una pared, junto a una camiseta del Deportivo de La Coruña; destacaba por encima del gentío que atestaba el bullicioso local. Yo miraba a mi alrededor, encantado. Mis compañeros ya habían dado amarras a la barra, haciendo gala en ello de una maestría propia de la mucha práctica. Estaban justo frente a un tirador de cerveza de Estrella Galicia que ya estaba vertiendo chorros de bebida espumosa para ellos.
No tengo claro en qué momento de la noche dejé de preocuparme por el último autobús; cosa que, en el fondo, tampoco tenía ya la menor importancia, pues el único motivo que me hacía querer retirarme temprano era mi extremo cansancio; un cansancio que se había desvanecido con la misma misteriosa subrepción que mi idea de coger el último bus. Ni se me ocurrió volver a pensar en ello, ni volví a mirar el reloj hasta horas más tarde cuando, desconcertado, descubrí en el albor del cielo que el Sol estaba próximo a despuntar, al salir de un antro en el que habían volado puños y taburetes poco antes.
Allí, en el bar Las Mañas, bebimos Estrella Galicia con sumo placer y ánimos renovados. Efectivamente, la tabernera era una moza gallega… ¡nada más y nada menos que del Ferrol, mi añorada ciudad natal! Para mi sorpresa y deleite sacó de debajo de la barra botellas de orujo, caña de hierbas y licor café, y nos invitó a varias rondas de chupitos con la hospitalidad propia de las afables gentes gallegas. Luego descubrimos -y catamos, por supuesto- los vinos gallegos, Ribeiro y Albariño; y así, entre chupitos de aguardiente gallega, vinos y cervezas fuimos pasando por los sucesivos y conocidos estadios: Facilidad de palabra, exaltación de la amistad -efusivos abrazos incluidos-; exaltación de la patria -mayoritariamente galega-; cantos regionales -de Catro vellos mariñeiros al Himno galego, pasando por La Rianxeira, O Gato y demás-… y una enconada discusión léxica-ortográfica en torno a las vacas y bacas, a la que se aportaron los argumentos más inverosímiles con una convicción y vehemencia arrolladoras.
En una ida a achicar la sentina mi rádar de navegación captó de nuevo palabras en español y, con la emotividad propia de la situación, me detuve a saludar. La voz resultó pertenecer a un camionero chiflado, no español sino de la República Independiente de Yecla, como matizó con gesto significativo; y durante unos diez minutos escuché con estupor la apabullante historia de la declaración de independencia del cantón de Yecla, que luego enlazó con su experiencia personal en la Armada durante la mili. El camionero yeclano tenía verdadera mirada de chalado, y como tampoco me estimulaba particularmente escuchar sus extravagantes historias, opté por desmarcarme sin siquiera tomarme la molestia de dar una excusa. Adiós, muy buenas.
Cuando mis compañeros y yo salimos a la calle de nuevo había muchas cosas que habían dejado ya de importar. Avanzamos en descubierta por los callejones cercanos al río y los muelles hasta que entramos en otro bar, más bien tugurio, con música alta y luces tenues. Allí había la mesa de billar más extraña que jamás vieron mis ojos, con marineros tatuados, rubicundos y bigotudos, aullando en torno a ella y trasegando cerveza. Nos unimos con entusiasmo.
De aquel antro de mala muerte fuimos a dar a una terraza situada en una avenida; al otro lado comenzaba el célebre Barrio Rojo. Esos barrios, la prostitución en general, siempre me parecieron paradigma de la bajeza moral humana y me resultaron bastante deprimentes. Desde la terraza en la que estábamos fondeados veíamos las bulliciosas calles iluminadas por neones rojos. Sólo Dios sabe cuántas jarras de cerveza trasegamos allí, servidos por un travesti que al principio nos dio el pego y que yo, malévolo, presenté al 2º oficial (que estaba muy venido arriba) antes de que éste cobrara consciencia del asunto.
En el rato que estuvimos allí tuvimos ocasión de presenciar dos peleas, una en nuestra propia terraza y la otra al otro lado de la calle, en el Barrio Rojo, aunque breves y poco apasionantes.
Finalmente consiguieron echarnos de la terraza; hacía rato que se habían empeñado en cerrar -aunque, sorprendentemente, no dejaban de darnos cerveza- y sólo accedimos a irnos a cambio de varias macetas de geranios, que nos parecieron muy apropiadas para alegrar nuestros camarotes. Siempre gusté de llevar alguna planta a bordo. Y allá nos fuimos al Barrio Rojo, con nuestras floridas macetas de vistosos geranios.
El recuerdo del resto de la noche es un tanto confuso. Tras deambular por el bullicioso barrio intentamos entrar en un burdel que a los muchachos les pareció prometedor. La entrada estaba custodiada por unos moros enormes, acaso los más grandes que vi en mi vida. Al sabernos españoles nos prohibieron la entrada con una hostilidad inquietante. Alguno de mis compañeros, indignado, poniéndose de puntillas, esgrimía un fajo de billetes ante sus narices, gritando que tenía dinero para pagar lo que fuera; durante la discusión la actitud de los moros roló de hostil a amenazadora y observé con creciente preocupación aquellos puños como mazas y pechos como cabrestantes. «En fin, ya estamos liados…» me dije para mis adentros con resignación, aparejando para la borrasca que se avecinaba y depositando cuidadosamente la maceta de geranios en la acera.
Pero no llegaron a desencadenarse los elementos. Probablemente en el último instante posible los compañeros juiciosos arrastraron a los indignados lejos de allí, y no tardamos en olvidar todo el asunto al avistar otro burdel al otro lado de la calle. Allí entramos sin problemas y dimos amarras a la barra. Ninguno de nosotros tenía la menor intención de echar un polvo, así que no sé por qué diablos se empeñaron en entrar en un burdel. Quizás porque ya no quedaban pubs abiertos a esas horas y sólo allí se podía echar un último trago, quién sabe. Hube de rechazar a sucesivas prostitutas, con toda la delicadeza que fui capaz, sumiéndome poco a poco en la creciente depresión que siempre me provocan este tipo de lugares sórdidos, espejo de la falta de valores, moral y escrúpulos, y que refuerzan mi convicción en la desesperanza casi absoluta ante la condición humana. Tanto es así que al poco de entrar estaba decidido a marcharme solo y volver a bordo, aunque fuera a pie. Apuré mi copa de un trago y fui a despedirme de dos compañeros que estaban en una sala de fumadores. Allí charlaban con un fulano hercúleo, de pelo rubio de punta, camiseta negra apretada y mirada glacial. De algún modo me vi enredado en la conversación y poco después estaba tomando otra copa con el fulano, que resultó ser un mafioso ruso dispuesto a vendernos una partida de Kalashnikovs AK-47, a ciento veinte euros la pieza. Munición y cargadores incluidos. Nos enseñaba las fotografías en su móvil y garantizaba que nos los podía llevar al puerto esa misma madrugada. La única condición era que transportáramos a bordo otro lote de armas que serían desembarcadas en las costas españolas. Fingimos interés en el asunto aunque, por supuesto, nadie se lo planteó en serio.
Al rato, estando yo en la barra, vino el 2º muy preocupado a llamarme: decía que los demás nos habíamos marchado tras mostrar mucho interés en el negocio de los AK-47, dejándolo con el ruso; y éste, mosqueado por nuestra ausencia, le preguntaba al 2º si le estaban tomando el pelo, haciéndole el gesto de pegarle unos tiros en las rodillas. A mí me dio un ataque de risa ante la noticia, la cara de preocupación del 2º, lo surrealista de todo aquello, que parecía una peli de Guy Ritchie. Y bueno, me fui con otra copa a charlar con el fulano ruso que, fijándome bien, parecía lo suficientemente duro como para despachar a los cuatro moros cuadrados de la puerta del otro burdel… tuve un pensamiento perverso por un instante, pero en un atisbo de cordura y lucidez dejé la cosa correr.
Y no recuerdo mucho más hasta el momento en el que saltaron los puños. Por lo visto un negro enorme con muy mala leche arrastraba a una chica por los pelos y el 2º piloto, al verlo, intentó ayudarla pacíficamente; el negrazo le arreó un puñetazo fenómeno que tumbó a nuestro compañero, con las narices sangrando a borbotones. Luego llegó la confusión, el tumulto; una trifulca con puños, taburetes y botellas volando.
Cuando todo terminó yo decidí que ya había tenido suficiente. Todo el cansancio me sobrevino de golpe y sentí que me iba a quedar dormido de pie -a lo que, sin duda, seguiría una caída con posible rotura de dientes o nariz-. Era hora de volver a bordo.
Fue entonces cuando salí afuera del burdel, cansado, aturdido, manchado de sangre -ajena, comprobé con desinterés-; y descubrí en el albor del cielo que pronto amanecería. El aire fresco me despejó un poco, aspiré varias bocanadas profundas mientras miraba a un lado y otro de la calle, que ofrecía una imagen sórdida, con vasos y botellas aquí y allá y una colección de personas en estados más o menos lamentables y vergonzosos. Recuerdo que en aquel momento preferí evitar pensar en el aspecto que yo mismo ofrecería.
Sólo uno de los compañeros se batía en retirada conmigo; los otros aún tomarían unas copas más. El que me acompañaba estaba algo enturbiado, era de cierta edad y sólo hablaba gallego y español con deficiencias. Sencillamente se dejaba guiar confiando en mi capacidad para regresar a bordo.
Fue cuando quise comenzar a andar que me di cuenta de que no tenía ni la más remota idea de dónde demonios estaba ni de por dónde había llegado allí. Estaba absolutamente desorientado. La escasa fauna que me rodeaba, figuras tambaleantes o absolutamente inmóviles, no parecían ofrecer la menor garantía de estar más orientadas que yo mismo. De modo que elegí babor y caminé por la calle, cuyas luces rojas iban poco a poco apagándose, seguido muy de cerca por mi compañero, como un corderito dócil y descarriado. Desembocamos en una plaza que juraría no haber visto en mi vida y me sentí desolado. Sólo quería tumbarme en cualquier lado y descansar hasta el Día del Juicio Final. Vi dos chicas en pie en medio de la plaza, por la que ya transitaban algunos belgas madrugadores con las barras de pan en una bolsa y el periódico bajo el brazo, y decidí pedirles orientación. Cuando me acerqué descubrí que eran dos de las chicas del burdel del que habíamos salido. Nos reconocieron y se mostraron muy amables; les mostré en mi iPhone la fotografía de la parada del bus que debía coger, así como los nombres de las calles que me llevarían a la parada. Parecían estar poniéndose nerviosas; pronto supe el motivo.
-Guarda el teléfono… ¿ves a aquellos dos tipos al otro lado de la plaza?- me susurró confidentemente. Me giré sin disimulo alguno.
-¡No los mires, que te están mirando!- exclamó alarmada. No me importó demasiado. Miré en aquella dirección y vi dos figuras corpulentas de aspecto hosco, plantadas de pie con los brazos cruzados. Mi mirada miope no pudo verlos con detalle y estaba demasiado cansado para aguzar la vista.
-Son ladrones…- proseguía ella- muy mala gente, buscan gente a la que robar de madrugada, marineros borrachos… son violentos. Esconde el teléfono- insistió de nuevo.
Yo me volví a girar hacia ella. No tuve ganas de hablar ni de dar explicaciones; pensaba para mis adentros «A estas alturas me importa una mierda que me miren, que vean mi teléfono o que sean el mismísimo diablo; como estos fulanos me aborden, con la nochechita que llevo, les meto por el culo mi teléfono, el suyo y hasta la madre que los parió.» Sólo le di las gracias y le pregunté cómo llegar a la parada del maldito bus. Me dio unas indicaciones y nos separamos.
No hubo ningún problema con los manguis y acabamos por llegar a la parada del autobús. Aún hubo que esperar un buen rato a que pasara, luchando contra el sueño más demoledor que jamás tuve, bajo un sol mañanero demasiado brillante e intenso.
Al embarcar pedí al busero que por favor nos avisara al llegar a la parada que le indiqué en la foto del móvil, por si nos quedábamos fritos como dos muñecos. Los veinte minutos de trayecto transcurrieron como si estuviera suspendido en un estado impreciso e irreal. Finalmente nos apeamos y emprendimos la larga caminata hasta el muelle 164, bajo un sol de justicia que caía ya a plomo, tambaleándonos por los muelles del puerto de Amberes en el regreso más duro que recuerdo en muchísimos años.
Aquí puede visitarse el álbum de fotografías tomadas durante mi embarque en el Mistral.