Y bailé

Los muelles de Setúbal al amanecer

En Setúbal, abril del 2012.

    La noche resultó asombrosamente corta. Miro atrás, hago memoria y ciertamente sucedieron unas cuantas cosas; las primeras incluso se antojan irrealmente lejanas en el tiempo a pesar de haber transcurrido sólo horas. 

    Al anochecer ayer salté a tierra con dos compañeros. Salimos de buen humor, caminando por las calles portuarias de Setúbal entre bromas y chanzas. Entramos de arribada en una especie de café-terraza de diseño, un local modernillo en el amplio espacio ajardinado que conforma la medianía de la Avenida Luisa Todi. Tomé sólo un vino, no quería mamarme; la última y atroz resaca de Burela estaba todavía demasiado fresca en la memoria a pesar del tiempo transcurrido y, además, en el bolsillo tintineaban pocas monedas.

    Nuestra siguiente escala fue en un pub en el que soy ya casi habitual tras tantas estadías en Setúbal. Intercambié efusivos saludos con Marlene -o Malena, nunca consigo recordar su nombre-, la camarera, que siempre se alegra mucho de verme, y con algunos parroquianos conocidos, y fondeamos al socaire de la barra.

     En el pub sólo quedaban tres botellas de vino, viejas, con las etiquetas raídas y descoloridas y un aspecto lamentable; tenían toda la pinta de llevar años en el olvido del fondo de la bodega. No era el vino el producto estrella en esa casa. No nos convencieron, así que cambiamos a los cubatas. El segundo siguió al primero, el local estaba animado y nosotros también. Trasegué dos gin-tonics azules; seguía prudente, aunque notaba que empezaba a pasearme por esa frontera difusa y peligrosa en la que tan fácil es perder los papeles y acabar sorprendido por el amanecer en callejones desconocidos o en muelles desiertos.

    Mis compañeros quisieron cambiar de local y a mí me pareció el momento exacto de cargar el aparejo y regresar a bordo. Les dije que fueran yendo, que ahora los cogería; a mí aún me quedaba media copa que ni me planteaba dejar allí. La apuré en la barra charlando con Malena -o Marlene, quién sabe-, y aún fui al aseo para achicar la sentina, no tanto por necesidad como por intentar propiciar el descolgarme de mis compañeros, que se estaban viniendo arriba peligrosamente, olvidando aquellas palabras pronunciadas con convicción horas antes a bordo… «…a tierra a tomar un vino, y vuelta».

    Salí al fresco de la noche dispuesto a encaminarme al barco a descansar. Pasé por delante del siguiente local, cuyo nombre no recuerdo, y eché la cabeza dentro para despedirme de mis eximios compañeros. Allá estaban, haciendo barra y charlando animadamente con Carina.

    Carina era la camarera del local. No era muy alta, y eso era probablemente lo único que no había podido corregirse con cirugía. El resto -pómulos, caderas, pechos, labios, muslos, nalgas…- era tan perfecto, tan canónico, que sugería cirugía por los cuatro costados; y esa idea me causó siempre mucha grima, tanta como para anular cualquier deseo humanamente natural que podría surgir de no resultar tan evidente la acción del bisturí, la jeringuilla y la aguja de zurcir. Tarareé aquella canción de Emilio Aragón, Cuidado con Paloma, mientras llamaba la atención de mis compañeros.

    Me intenté despedir desde lejos pero me interrumpieron, me conminaron a unirme a ellos y me impidieron marcharme. Yo, dócil, me dejé pedir otra copa tras una resistencia simbólica. No éramos los únicos en el local y la camarera nos abandonó a nuestra suerte ocupándose en sus menesteres. Uno de mis compañeros salió a a la terraza y comenzó a charlar con tres chicas que tomaban un café. Al poco nos hizo señas para que nos uniéramos a él.

    Allá fuimos, yo muy a desgana, resignado; nos presentamos. Ellas eran Raquel, Tais y Cristina. Raquel y Tais eran brasileñas, la primera negra y voluptuosa, la segunda mulata y esbelta; Cristina, también mulata, era angoleña.

    Nos invitaron a sentarnos a su mesa y trabamos animada conversación, con las inevitables complicaciones lingüísticas. Cristina y yo enseguida congeniamos; probablemente debido a que yo conocía su país, Angola, por haber estado allí un tiempo cuando era contramaestre en un remolcador offshore. Ella era de Cabinda, se había venido a Portugal de niña y luego había vivido una década en Inglaterra, por lo que hablaba muy buen inglés. Este otro factor fue también decisivo para nuestra compenetración, al poder comunicarnos ambos con fluidez.

    Charlamos durante un buen rato hasta que uno de mis compañeros, cansado de cháchara y con ganas de marcha, propuso ir a bailar. Ellas estaban con ropa de andar por casa -habían bajado sólo a tomar un café- y manifestaron que les apetecía, pero que necesitaban cambiarse y arreglarse, necesitarían media hora antes de estar listas y de vuelta.

    Dije que no me lo creía. Estaba convencido de que necesitarían no menos de una hora para arreglarse. Creyeron que lo que en realidad yo pensaba era que no volverían; entonces Cristina me dijo que me llevarían a mí con ellas a su casa y luego volveríamos a recoger a mis compañeros para ir a bailar.

    Me quedé cortado.

    Se levantaron y me llevaron con ellas tres, y me sentí tan cohibido como un adolescente. Negociaron un plazo de espera de una hora con mis dos compañeros, a los que abandonaron en la barra del bar como a dos náufragos en un islote. Un islote con abundante bebida y camarera guapa, en cualquier caso.

    Me dejé llevar como rehén; montamos en el coche de Cristina y condujo a través de Setúbal hasta llegar a su barrio, que estaba sorprendentemente lejos. Subimos a su apartamento y me sentí de nuevo cohibido en el ascensor, donde las distancias con las tres hembras se redujeron al mínimo.

    Cuando estuvieron listas -hicieron un tiempo sorprendentemente bueno- regresamos de nuevo a la freguesia de Nossa Senhora da Anunciada. Cristina aparcó cerca del bar donde habíamos dejado a mis compañeros. Raquel fue a buscarlos y Cristina y Tais me llevaron hasta la discoteca, que estaba en el callejón en el que había estacionado el vehículo.

    Esperamos en la puerta, bajo el elegante toldo de la entrada, hasta que Raquel llegó con mis compañeros. Uno llevaba algún trago de más, el otro iba considerablemente mamado. Ofrecí mi brazo a Cristina, descendimos las amplias y alfombradas escaleras de la entrada y allí, en el vestíbulo, un seguridad voluminoso y pelado, vestido de negro y con un pinganillo en el oído, nos informó que los hombres pagábamos a tanto la entrada, las señoritas gratis. Abonamos puntualmente el importe, dejé una propina adecuada a las circunstancias -actuales y posibles a corto plazo- y las puertas se abrieron para nosotros.

    El local estaba limpio y parecía nuevo y elegante en la entreluz; me gustó. Ocupaba lo que aparentaba haber sido un almacén o nave industrial, con techos abovedados soportados por columnas. Los muros de ladrillos ocres originales se mezclaban con materiales nuevos, plásticos y metales brillantes de diseños modernos, los focos de iluminación bien situados para crear contrastes de luces y sombras en el local.

    No había mucha gente y nadie bailaba todavía en la pista. Nos acercamos a la barra y me permití tomar otra copa, un Martini bien seco. El primer trago que estaba echando casi me sale disparado en aspersión cuando Cristina se desabrochó el largo plumífero que le llegaba hasta más abajo de las rodillas y que hasta entonces la había mantenido tapada. Bajo él lucía un vestido rojo pasión endiabladamente ceñido sobre su piel mulata, que resaltaba unas formas de infarto. El sugerente escote era discreto, pero el vestido acababa en el arranque del muslo, a un milímetro escaso de la indecencia.

    Procurando disimular mi azoramiento me apresuré a dejar mi copa sobre la barra y a situarme a su lado para ayudarle a quitarse el abrigo. La música sonaba muy alta, aunque no estridente, pinchada desde la cabina; eran ritmos brasileños y africanos, y las letras las cantaba en directo un chico con aire de Michel Teló, micrófono en mano, a pie de pista. Charlábamos en la barra y las chicas comenzaban a moverse; Cristina no tardó en pedirme que bailara con ella. Intenté resistirme, patoso y desgarbado como soy y sin puñetera idea de bailar ni el baile de los pajaritos, explicándole que lo de bailar no era una de mis cualidades. Nunca antes en mi vida, que recuerde, había yo bailado. Pero tanto me insistió que al final tuve que rendirme: Nobleza obliga. Blasfemé por lo bajini, apuré de un trago mi copa, me persigné imaginariamente y ofrecí la mano a Cristina para salir a la pista.

    Allí, antes de empezar, ella me enseñó con paciencia y esmero los pasos básicos de aquel tipo de baile, y practicamos un poco, despacito, antes de que pidiera una canción al DJ y nos lanzáramos.

    Y bailé.

    Seguir los pasos que me había enseñado me exigía una gran concentración que me era muy difícil mantener con su esbelto cuerpo pegado al mío, sintiendo el tacto de su piel tibia y sus contoneos sensuales. Agarró mi muñeca y bajó mi mano de su espalda a su cintura; luego a su cadera.

    Tras la primera canción vino otra, y otra, y no sé cuántas más; yo iba cogiéndole el tranquillo al asunto y ella, al verme más suelto, me iba enseñando más sobre la marcha. Mientras tanto uno de mis compañeros, que se había venido muy arriba, lo daba todo en la pista de baile agitando los brazos como un molinillo, bailando a su aire sin complejos con una de las brasileñas mientras alguna gente le aplaudía a su alrededor; y el otro andaba de un lado a otro con una cogorza antológica, el cuello de su chupa de cuero negro levantado, vaso de Jack Daniels en mano, mirada atravesada. Una mirada que conocía bien. Temía que en cualquier momento aflorara su Mr. Hyde y se montara otro follón épico.

    A ratos, para mi alivio supremo, nos sentábamos en la mesita que habíamos ocupado y charlábamos mientras tomábamos algo y descansábamos, y yo rezaba para que no hubiera más bailes; pero Cristina me volvía a arrastrar a la pista para otra sesión de danza, emocionándose cuando los ritmos africanos –sus ritmos- sucedían a los brasileños, y mostrándose asombrosamente paciente con mi torpeza y desgarbo.

    El local se había llenado bastante, aunque poca gente bailaba; y de entre ella, sin duda nuestras tres amigas eran las reinas de la pista. A veces bailaban entre ellas y entonces lo hacían de un modo mucho más salvaje, complejo, elaborado, sensual; se abría hueco en torno a ellas y todo el mundo las miraba. Pero Cristina volvía a sacarme a la pista y yo, resignado a mi suerte, hacía lo que podía esforzándome en estar a la altura, muy concentrado en lo que me había enseñado y procurando no mirar a nadie, intentando convencerme de que nadie me miraba a mí.

    En cierto momento en el que salí de mi abstracción y me fijé en lo que había a mi alrededor sentí cierta inquietud. Había una gran cantidad de maromos alrededor de la pista, que habían ido llegando sin que lo advirtiera a medida que el local se llenaba; negros, mulatos, mestizos, algunos con aspecto y actitud poco tranquilizadores, por no decir francamente hostil. Nos observaban, sobre todo a mí, desde la barra, o apoyados en columnas, o de pie de brazos cruzados, al margen de la pista. De entre las chicas que había en la discoteca, Cristina, Tais y Raquel eran las indiscutibles reinas de la noche. Y estaban con nosotros, con los marineritos blancos extranjeros.

    Entonces tuve la certeza de que cabían grandes posibilidades de que esa noche acabara a puñetazos. O peor. Cruzaron mi memoria navajazos de madrugada en Palermo, cuchilladas en Estambul, disparos en Poti; puños, objetos punzantes y cosas volando en tantas y tantas noches y puertos y tabernas.

    Un descuido en el baile propició un toque de atención por parte de Cristina y volví a centrarme en el asunto, olvidando tan funestos pensamientos. Lo que sea, será.

    El incansable cantante seguía acompañando a la música sin apenas descansos, eran admirables su resistencia y su garganta. Durante esa noche sonó dos o tres veces el popular Ai se eu te pego de Michel Teló, canción de moda y número uno en el Brasil (y España). Días después yo la compraría en la iTunes Store, y es sin duda la canción que ligo a la campaña en el Cabo Cee, a Setúbal y a aquella memorable noche en la que bailé hasta el amanecer con Cristina, la mulata angoleña.

    Uno de mis compañeros decidió que ya había sido suficiente y que volvíamos a bordo. Sus evoluciones con Raquel no parecían llegar a la cama, el tercer compañero estaba mamado como una cuba y al filo de liar un incidente internacional épico de final incierto y, vista la hora que era, dio la orden de levar anclas y regresar a bordo. Me dio mucha rabia; a esas horas no se piensa en la mañana siguiente, parece que nunca existirá tras la noche eterna.


    Y llegamos a bordo con las primeras luces del alba, siguiendo derrotas más o menos rectas a través del brumoso muelle todavía desierto. Nos quedaba aún casi una hora para descansar antes de comenzar la jornada, y no desaproveché ni un minuto de ella.

 

Aquí puede visitarse el álbum de fotografías tomadas durante mi embarque en el Cabo Cee.

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