La cubertada y la Viriato

Cubertada de troncos.

A bordo del Cabo Cee, en la Mar, corriendo la costa lusa a rumbo Sur.
Abril del 2012.

    Ayer cargamos por segunda vez en este barco una cubertada (1). Una vez estuvieron las bodegas llenas de troncos de eucalipto se procedió a su cierre y los estibadores depositaron sobre sus tapas unos cuantos atados más de troncos. Sólo se colocaron seis hiladas allá a proa, sobre la tapa de la bodega número uno; no se podía cargar más para no sobrepasar los calados, y no se podía sacar lastre para embarcar más carga para mantener la estabilidad del buque.

    Normalmente son los estibadores los que se encargan de la muy importante tarea de trincar la carga, esto es, asegurarla para que no se corra ni se mueva con los movimientos de la Mar, a veces muy violentos. Hay diferentes modos de trincar las diferentes cargas, muchísimos; con cadenas, con ganchos, con cabos, con tensores, con maderas, con cojines inflables, con calzos o cunas… etcétera.

    Ayer, por algún motivo, los estibadores no hicieron ellos el trincado de la cubertada, lo hicieron nuestros hombres de a bordo; y yo no pude resistirme a bajar a cubierta a echar una mano en la maniobra. Ahora visto camisa y, como oficial, hago otro tipo de trabajo a bordo. Pero la verdad es que echo mucho de menos la cubierta y los tiempos de contramaestre o incluso de marinero. Soy más de acción e intemperie que de camisa y pantalla. Ahora mis deberes como oficial son otros, más aburridos, menos estimulantes, a menudo muy poco gratificantes, frecuentemente más propios de un administrativo o burócrata que de un navegante; y los desarrollo enclaustrado en estos condenados puentes modernos, absolutamente cerrados y sin alerones a la intemperie, sin poder apenas ver el sol ni demás astros, sin poder sentir la brisa o el viento, sin poder ver las nubes que se desarrollan sobre nosotros y nos dan pistas acerca de lo que podemos esperar del tiempo; sólo pantallitas por doquier… pero hoy no estamos hablando de eso. Salté a cubierta y estuve trincando y asegurando la carga que las grúas depositaban a bordo, con el contramaestre y los marineros.  

    Luego aún tuvimos un rato ocioso a la espera del práctico, que no pudo embarcar a la hora concertada. Cenamos atracados en puerto, con todo el trabajo listo, y poco después largamos amarras. Enlacé la maniobra de salida con mi guardia de navegación, que comienza a las 20:00.

    Obscureció. El viento de Poniente fue arreciando poco a poco y comenzó a levantar olas largas que embestían contra el barco, sobre todo cuando salimos del socaire de la Estaca de Bares. De tanto en tanto el capitán encendía los potentes focos de cubierta para iluminar los troncos de la cubertada y desde el puente observamos que las trincas parecían haber perdido tensión, probablemente porque la carga hubiera asentado con el movimiento. El capitán sabía bien que era más que probable que ello sucediera y por eso mantenía atenta vigilancia. Se le arrugó su rostro cansado con gesto preocupado. El contramaestre y los marineros -en realidad todo el mundo a bordo excepto nosotros dos- estaban ya acostados, así que le dije «no se preocupe, capitán, y no moleste a los hombres. Cojo una linterna y un capote e iré yo a ver cómo está eso».

    Bajé a cubierta, con linterna pero sin capote; nunca se sabe si unos segundos de retraso pueden causar una catástrofe y decidí no perder ni uno. Imaginen los efectos de un peso muerto de varias toneladas rodando por la cubierta de un barco, suelto. El estropicio sería mayúsculo. Pero curiosamente -o no tan curiosamente- lo que más me preocupaba era que los troncos cayeran a la Mar, porque representarían un peligro inmenso para las embarcaciones pequeñas y los veleros, con los que me siento más identificado y afín. En la obscuridad de la noche los troncos a la deriva son imposibles de ver, incluso de día es difícil pues flotan entre dos aguas. Si un mercante choca con un tronco es poco probable que sufra daños, pero si colisiona un velero que navega a toda vela, o un pesquero, lo más probable es que rompa su casco y se vaya a pique. 

   Salí a la intemperie, la noche era fresca y ventosa. Me apresuré a recorrer toda la cubierta por sotavento, al socaire de la brazola para guarecerme de los rociones de agua de mar, hasta llegar a la proa, donde estaba la cubertada; y allí descubrí que, en efecto, las trincas se habían aflojado al asentarse la carga con los meneos de la Mar. Así que, encaramado a la brazola de la bodega, un pie sobre ella y el otro sobre la barandilla de la borda, comencé a tensar las trincas una por una. Pero la Mar estaba algo picada, las olas rompían contra el casco y los rociones barrían cubierta; me calé hasta los huesos. Lamenté no haber agarrado el capote.  

    Luego fue de lo más agradable regresar de la intemperie, con el trabajo cumplido, la carga asegurada y la guardia ya acabada; darme una ducha caliente y ponerme ropa seca, sentarme en mi camarote a escuchar el adagio del Concierto Grosso de Corelli mientras comía nueces y chocolate relleno de trufa, y beber un vaso de vino templado mecido por las olas atlánticas antes de tumbarme a descansar. 


A bordo del Cabo Cee, fondeados en el estuario del Sado, Setúbal.
Abril del 2012.

    Habíamos recalado por enésima vez en Setúbal la noche anterior, recibiendo la orden de anclar en el resguardado y apacible fondeadero del estuario del Sado, frente a la ciudad. Corría tranquila la guardia de la mañana. Lucía brillante el sol matutino en la atmósfera límpida por la lluvia; pero grises nubarrones provenientes del Noroeste asomaban tras la Serra de Arrábida, desplazándose rápidamente y obscureciendo el ambiente. Poco después, ya sobre nosotros, descargaron un aguacero denso y vertical como una cascada.

    Yo paseaba por el puente disfrutando del momento. Entonces vi una balandra por el través de babor. Llevaba todo el trapo dado y navegaba deslizándose suave y lentamente por el estuario, empujada por la leve brisa de poniente. A popa se alzaba el barbudo patrón, con su capote rojo y su chambergo, impasible al gobernalle bajo la lluvia torrencial. Alzó la cabeza, apantallándose con una mano para proteger los ojos de la lluvia, y observó el velamen. Luego cazó media braza las escotas de mayor y foque, la balandra escoró levemente y ganó un poquito más de andar. Entonces el patrón regresó de nuevo a popa, gobernando el timón con suavidad.

    Se trataba de una balandra de unos doce metros, de líneas marineras, armada para navegación oceánica de altura y pulcramente aparejada. Sin duda su patrón era un buen marino. Cuando se alejaba hacia la desembocadura del estuario, pronta a adentrarse en el Océano Atlántico y dejándonos atrás en el fondeadero, vi su nombre pintado en el espejo de popa con elegantes letras blancas trazadas sobre el casco azul marino: “Viriato – Setúbal”.

    Haciendo honor a su nombre, la Viriato aproaba valientemente al océano y al mal tiempo mientras tres motoras, sorprendidas por el repentino chubasco -que cualquier marino avezado habría previsto-, convergían a toda máquina desde distintos puntos del estuario buscando el refugio del puerto deportivo, dejando tras ellas líneas rectas y blancas.

 

(1) Cubertada: Dícese del conjunto de carga que el buque lleva estibado sobre cubierta, ya sea por tratarse de productos peligrosos (inflamables, explosivos, etc.), porque las bodegas están llenas, o porque a causa de su tamaño no caben en ellas (trozas o troncos de árboles, componentes de molinos eólicos, etcétera).

 

Aquí puede visitarse el álbum de fotografías tomadas durante mi embarque en el Cabo Cee.

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