A bordo del Cabo Cee, en la Mar, frente a Cabo Sines.
A 29 de febrero del 2012. Miércoles.
Hace unas horas hemos largado amarras, por fin, de Setúbal. Estuvimos allí nueve días desde que recalamos el pasado 20 de febrero. Al llegar recibimos orden de fondear y estuvimos cuatro guardias al ancla; luego, de madrugada, nos atracaron y pasamos un par de días descargando los troncos de eucaliptos que traíamos del noroeste de España. Después volvimos a fondear y permanecimos anclados tres días más, hasta que entramos de nuevo en puerto para cargar las bobinas de alambrón de acero, carga que llevó su tiempo. Y por fin, este mediodía zarpamos.
Embarcó el práctico y largamos todas las amarras excepto el esprín de proa, sobre el que hicimos cabeza para abrirnos del muelle. Toda la caña a estribor, avante poca-poca y hélice de proa a babor. El Cabo Cee se fue separando del muelle lentamente, la hélice chapaleando y las máquinas trepidando, minutos después largamos la última amarra, que se zambulló en las aguas del río antes de ser cobrada a bordo rápidamente por los hombres del castillo de proa, y navegamos libres por el estuario del Sado. Aún no se había disipado del todo la neblina a pesar del sol y el ambiente era tan luminoso que molestaba a la vista.
Nos cruzamos con un ferry enorme que venía de vuelta encontrada. Era griego y era antiguo, le eché a ojo más de treinta años. Creo que se llamaba Aegean Pearl, aunque su aspecto distaba del lustre de una perla. Estaba en un estado calamitoso y en su puente alto -o cubierta magistral- había un llamativo grupo de personas, parecían visitantes o pasajeros, que hacían fotografías y nos saludaron al pasar. Me pregunté si irían a meter el barco en el astillero, si sería para desguazar, o para carenar; o quizás había sido vendido y el singular grupo de gente que, alegre, iba saludando, tal vez podrían ser los vendedores en el último viaje, o los compradores, o ambos entremezclados.
Luego, cuando navegábamos por la barra a la altura del Forte de Outão, alcanzamos a un queche que se hacía también a la Mar. Navegaba a palo seco pues apenas había ni un soplo de brisa. Tendría unos catorce metros, caseta a proa del mesana, y los palos me parecieron de madera. Tenía también una serie de detalles que delataban que había sido armado para largas travesías oceánicas: el robusto piloto automático de viento, el generador eólico, los andariveles. Deseé estar en aquel velero en vez de en este carguero. Añoré tiempos pasados y anhelé tiempos futuros.
A bordo del Cabo Cee, en la Mar, en los 35º 40N 007º 52W.
A 30 de febrero del 2012. Jueves.
Es una noche obscura, sin luna, y el cielo está absolutamente encapotado. La Mar, fuerte marejada, nos pega justo de través y hace balancear el barco acusadamente. Había terminado mi guardia a medianoche y bajaba yo la escala del puente en completa obscuridad cuando un inesperado y fuerte golpe de mar, que embistió a destiempo, hizo escorar al barco súbitamente y me vi impulsado hacia adelante. Extendí el brazo hacia la impenetrable negrura para apoyarme en el mamparo que debía tener justo enfrente, pues ya había contado maquinalmente nueve escalones al descender y estaba prácticamente abajo. O eso creía. Toqué el vacío, braceé frenéticamente en la negrura a la que había sido catapultado. El tiempo pareció transcurrir increíblemente lento. ¿Había realmente descendido ya nueve de los once escalones o estaba aún en lo alto de la escala, precipitándome al vacío desde la altura y a punto de dejarme los dientes del modo más ridículo, como un marinero de agua dulce?
Todo eso tuve tiempo de pensar antes de caer sobre el mamparo, que estaba exactamente donde debía estar, y apoyarme en él un instante antes de que mis pies aterrizaran en cubierta, que estaba también exactamente donde debía estar, afortunadamente.
Entonces recordé la cantidad de veces en mi vida que dije a mis hombres o a otros incautos que, en la Mar, hay que conservar siempre una mano para el barco y la otra para uno mismo. Y me alegré de que ninguno de ellos me hubiera podido ver en ese momento.
Ahora estoy sentado en mi camarote; mordisqueo un pedazo de queso de cabra, con la otra mano mantengo sujeto un vaso de vino portugués. No como mal a bordo; el capitán se preocupa de que la gambuza esté bien aprovisionada, el cocinero hace un trabajo asombrosamente bueno y yo mantengo mi pequeña reserva personal de provisiones, caprichos para contentar mi estómago. Ya lo escribía Homero hace veintiocho siglos, somos esclavos de nuestro estómago.
Pero, sin embargo, durante esta campaña adelgacé. Incluso tuve que hacerle un nuevo agujero al cinturón hace unos días. Un cinturón que tengo desde los quince años, o sea, que lleva casi veinte ciñéndome los pantalones. Es un cinturón con correa de piel de vaca y hebilla clásica. Le tengo mucho cariño, es el único que compré desde entonces y aunque en algunas ocasiones me regalaron otros cinturones, nunca los llegué a usar. A usar para vestir, vaya; recuerdo que los tenía guardados y, como nunca los vestía, acabé por darles utilidad en la Capitán Manuel Lara (mi vieja balandra) para trincar cosas. Eran unas correas de piel estupendas y resistentes. Afortunadamente los regaladores no llegaron a conocer el destino final de los cinturones.
El barco balancea con cada golpe de Mar, la negrura que se ve a través del portillo es impenetrable y de tanto en tanto rociones de agua salada salpican el cristal. Me llevo el vaso de vino a los labios y doy un trago pausado, meditando. La verdad es que tengo apego a las cosas viejas. A las cosas viejas en general, pues tiene mérito soportar la más dura de las pruebas, el paso del tiempo. Las cosas que lo superan es porque están bien construidas, son útiles, o hermosas, o se han ganado su importancia y perpetuidad por su utilidad, o por el cariño despertado en sus poseedores, o porque de un modo u otro han hecho historia. Pero sobre todo tengo afecto a mis cosas viejas. Ahora que reflexiono me pregunto si será ése uno de los motivos que hacen que me molesten los regalos. Porque cuando alguien te regala algo espera que te guste y que le des uso, y al final a mí me incordia porque yo quiero seguir usando lo de siempre, aquello a lo que estoy acostumbrado.
Me gustan mis cosas de toda la vida porque envejecen conmigo, acumulando sus historias y sus cicatrices, integrándose en el álbum de mi vida. Son como compañeros de viaje y forman parte de mi recuerdo y de mi historia. Y, como a los buenos compañeros, se les llora el día que se les pierde.
Aún dediqué un rato a anotar estas y otras reflexiones en mi cuaderno de bolsillo antes de apurar el último trago, apagar el farol y tumbarme a descansar en el catre, mecido por las olas atlánticas y arrullado por el trepidar de las máquinas del buque.
«I love everything that’s old: old friends, old times, old manners, old books, old wines.» Oliver Goldsmith, She Stoops to Conquer.
«Amo todo lo que es viejo: los viejos amigos, los viejos tiempos, las viejas costumbres, los viejos libros, el vino viejo.» Oliver Goldsmith, She Stoops to Conquer.
Aquí puede visitarse el álbum de fotografías tomadas durante mi embarque en el Cabo Cee.