A lo largo de estos últimos días hemos tenido algunos cambios reseñables a bordo. Nos hemos desecho de un par de trastos inútiles: la lavadora rota y el cocinero.
A bordo del Cabo Cee, fondeados en el estuario del Sado.
A 11 de enero del 2012. Miércoles…
Estamos de nuevo anclados en la rada de Setúbal, en el estuario del Sado, frente a la ciudad. Anoche, durante mi guardia, fondeó a tres cables de nosotros el Sylvia, de la Flinter, un pequeño granelero de menos de cien metros de eslora, pabellón holandés. Lo vi entrar por la barra y aproximarse, luego moderó máquina y fondeó, borneando suavemente sobre el ancla de in modo impecable. Finalizada la maniobra encendió las luces de cubierta. Éstas eran tubos de neón de un azul marino eléctrico, y mirar el barco iluminado en la noche era como ver uno de esos coches tuneados de los bakalas en el aparcadero de una discoteca. Una horterada.
Me gusta ver el amanecer sobre Setúbal. Como a estas horas estoy solo en el puente apago las luces para evitar sus reflejos en el cristal de los portillos y para apreciar mejor los intensos colores de la aurora; con el puente sumido en la penumbra crepuscular, observo el amanecer en silencio, en pie frente a los grandes portillos. Estamos fondeados en el último meandro del río Sado, frente a la ciudad, y cuando comienza el crepúsculo matutino el cielo se empieza a teñir de naranja intenso y melocotón por Levante; y sobre ese horizonte cálido se recortan, negras, las siluetas de las grúas de los muelles, las altas chimeneas de las factorías de la rivera del Sado, que despiden penachos de humo obscuro; y las lejanas grúas de los astilleros, similares a inmóviles aves picudas y zancudas, en el fondo. Más arriba los cirros filamentosos se colorean de arreboles intensos. La obscura margen del río está salpicada de lucecitas titilantes que van apagándose a medida que amanece.
Recalamos en Setúbal la noche precisa en que daba comienzo una huelga de los estibadores portuarios, huelga que mantendrá paralizado el puerto durante una semana. De modo que anclamos en el ya bien conocido fondeadero, sin más que hacer que dejar transcurrir el tiempo hasta que los estibadores reanudaran el trabajo. Se presagiaba una semana relajada y apacible.
Las guardias se suceden muy tranquilas, aquí estamos bien. El fondeadero es abrigado y con buen tenedero. El tiempo continúa siendo inusualmente bueno para esta época del año, lo que me hace pensar que cuando Bóreas salga de su letargo y desate los elementos el Océano Atlántico nos va a zurrar la badana de lo lindo.
El capitán se pasa las mañanas en la cocina, reconvertido a chef. Tiene buena mano y además le gusta. Tuvo, por lo visto, un restaurante de comida oriental allá en España durante cuatro o cinco años. Al principio se ocupaba él de cocinar, platos de la gastronomía de su país, Jordania. Fue uno de esos restaurantes que se ponen de moda y tienen un éxito arrollador, con largas listas de espera; pero que pasados los años iniciales inician su declive, cuando dejan de ser novedad. Entonces lo traspasó y volvió a la Mar. Y ahora, en la Mar, el viejo capitán fue a acabar de nuevo entre los fogones. Todo comenzó en la mañana del 8 de enero…
…Nos encontrábamos navegando de Casablanca a Setúbal. Salí de la guardia de alba a las ocho de la mañana, cansadísimo tras pasar una noche muy mala. Decidí tumbarme un rato en mi litera a descansar. Pero poco después el teléfono de mi camarote me sacó de un sueño profundo. El capitán me llamaba al puente.
Me lavé y vestí a toda prisa, pensando que fuera el asunto que fuera debía de ser algo urgente. Me presenté al capitán en el puente, aún somnoliento y aturdido.
-El cocinero se niega a cocinar- me dijo el viejo sin más preámbulo.
Lo miré de hito en hito, atónito, desconcertado ante la sorprendente noticia.
-¿Cómo…?
-Dice que no cocina más- confirmó, lo suficientemente serio como para que yo comprendiera que la cosa no era para bromas.
Entonces me narró sucintamente los acaecimientos de esa mañana, sucedidos en la hora escasa transcurrida desde que salí de guardia a las ocho hasta ese momento.
-Esto es lo que quiero que hagas- concluyó al finalizar el sorprendente relato – Tienes buena mano par estas cosas. Vas a redactar un escrito en el que…
El cocinero había venido cavando su propia tumba a lo largo de los meses, tumba a cuyo interior esa mañana había dado el salto mortal. Había ido poco a poco granjeándose la enemistad de prácticamente toda la tripulación, emponzoñando el ambiente, hasta tal punto que a veces, en secretos conciliábulos, algunos a bordo se planteaban el tirarlo por la borda en alta mar una noche sin luna. Era su estrecha relación con John Barleycorn la que lo llevó a la ruina y la desgracia; se trataba de un bebedor empedernido, de largo recorrido, que enlazaba días y semanas en estado de obstinada ebriedad desde primera hora de la madrugada. A su complicada personalidad, enconada con incomprensible odio y resentimiento, se añadía su ofensiva falta de respeto y educación hacia todo y todos. Sus maratonianas borracheras de días y semanas exacerbaban estas cualidades de su carácter. Respecto a sus dotes culinarias, éstas dejaban mucho que desear. Las comidas fueron un viacrucis para nuestros sufridos estómagos durante meses. Podría relatar anécdotas durante folios, como cuando al capitán casi se le salta un diente -diente que aún hoy se mueve alarmantemente en su hueco- al dar un mordisco al pan fresco que esa mañana había amasado y horneado el cocinero. Debe requerir una inusual técnica y maestría dar a las hogazas esa consistencia pétrea.
Pero no es cuestión de hacer leña del árbol caído. Era, al fin y al cabo, un compañero. Sirva este párrafo sólo para que ustedes se hagan una idea del personaje que centra este relato.
Resulta que el infame cocinero había tenido quilos de calamares a descongelar durante casi una semana, calamares que no se había preocupado de lavar y limpiar antes de congelar. El capitán lo sabía porque visita la gambuza a diario para controlarla. Tras una semana, cuando el hedor comenzaba a ser insoportable, los calamares desaparecieron. El capitán, hombre de buena voluntad, creyó que el cocinero los habría tirado por fin. Pero la noche anterior a estos sucesos, cuando el viejo inspeccionó la gambuza -se dio la casualidad de que yo le acompañaba en la inspección-, abrió el arcón congelador y, anunciados por un tufo hediondo, los descubrimos allí; imagínense el estado de putrefacción de los calamares de marras, que apestaban aun a pesar de estar congelados.
La siguiente mañana el jefe de máquinas estaba en el puente visitando al capitán cuando subió… un oficial, el único tripulante que se llevaba bien con el cocinero; no en vano ambos son cortados por el mismo patrón. El capitán, sabedor del colegueo entre ambos, compadreo de borrachos, le comentó al jefe de máquinas lo de los calamares, como quien no quiere la cosa, haciendo ambos como que ignoraban la presencia del otro oficial a sus espaldas.
-¡Fíjate lo que hizo el cocinero! Tuvo los calamares a descongelar una semana y luego, cuando estaban ya podridos, ¡los volvió a meter a congelar! ¡Para envenenarnos a todos!
El ardid del viejo tuvo éxito y poco después el otro oficial hizo mutis por el foro. Bajaba a chivarse a su compadre, el cocinero.
Poco rato después subió al puente un marinero. Se acercó tímidamente al capitán y al jefe, que aún charlaban junto al timón.
-Capitán, con su permiso…- se acercó cautelosamente el marinero, quitándose el gorro de lana y arrugándolo entre sus nudosas manos.
-Sí, dime- respondió el capitán, afable.
-Verá… yo vengo a… bueno, no soy yo, es que me pidieron el favor… – el titubeante marinero, de marcado y cerradísimo acento gallego, desviaba la mirada, nervioso, retorciendo el gorro.
-Dime, hombre, ¿qué pasa?
-No, no pasa nada… o bueno, sí, pero no soy yo… a mí es que me pidieron el favor… que si podía venir a decirle… un recado…
-¿Pero qué es lo que pasa?
-Es que me pidieron que hiciera el favor de venir a decirle… no soy yo, no es cosa mía… el cocinero me dijo si podía venir de su parte…- el pobre marinero, azorado e inquieto, parecía no saber donde meterse, mirando a los lados o al suelo.
-¿Pero qué pasa, hombre de Dios? ¡Arranca de una vez!- exclamó el capitán.
Tras un breve silencio el marinero, con la mirada clavada en el suelo, musitó con un hilillo de voz:
-El cocinero dice que no cocina más.
-¡Me cago en Dios! ¡Lo mato, yo lo mato!- bramó el viejo, estallando en un arrebato de cólera -¡En mi vida he matado a dos judíos, y éste va a ser el tercero!
El marinero huyó despavorido escaleras abajo y el cocinero se encerró en su camarote y no salió más.
De esto hace ya cuatro días. Cuatro días que el cocinero lleva encerrado en su camarote, con buen criterio; buena parte de la tripulación lo pasaría por la quilla a la primera de cambio, pues a todos los razonables méritos acumulados estos meses se añade la guinda final, que es el haber dejado de cocinar para los compañeros. La comida es algo sagrado.
Y desde entonces es el capitán el que ejerce de chef a bordo, aunque somos muchos los que colaboramos ya sea pelando patatas, fregando o ejerciendo de pinches.
Sabemos que el cocinero sigue vivo porque sale de su escondrijo durante la noche para comer, como las ratas o las cucarachas, pues desaparece la comida que el capitán, que en el fondo es un hombre de buen corazón, deja en un platito para él.
Cuando finalice la huelga de los estibadores entraremos en puerto y el pobre diablo será desembarcado.
* * *
El otro trasto del que nos deshicimos fue la lavadora averiada. Aquí solía haber, como en todos (o casi todos) los barcos, una lavadora para ropa de trabajo y otra para ropa de calle. Ello es así porque la de trabajo suele ir muy sucia de óxido, grasas, gasóleo o fuelóleo, salitre, polvo de los cargamentos sucios a granel, pintura; en definitiva, muy sucia. Por ello suele haber una lavadora aparte sólo para ropa de calle, para cuidarla un poco y no mezclarla con la de trabajo.
Pero la lavadora de calle se rompió, cosas normales que a veces pasan. Bueno, sería normal de no ser por el motivo de la rotura: le arrancaron la puerta. Se ve que alguien no sabía que hay un período de retardo para la apertura de la puerta cuando la lavadora acaba su trabajo. Se debió de poner nervioso, tiró con fuerza y la arrancó.
Uno de los maquinistas que había a bordo por aquel entonces arregló la puerta de un modo rudimentario, con unos alambres que agarraban aquí y allá. Pero ahora las lavadoras son electrónicas y al haber escarallado la puerta se ve que el aparato no funcionaba al detectar algo raro en el cierre. Esto lo solucionó puenteando el circuito de la tarjeta electrónica de la lavadora; ésta funcionó durante medio lavado antes de fundirse la tarjeta y descarallarse definitivamente.
Y, por supuesto, hubo que volver a romper la puerta para sacar la ropa que se había quedado dentro a medio lavar.
La cuestión es que desde entonces (esto sucedió los días que yo embarqué) no teníamos lavadora de ropa de calle. La primera vez que lavé lo hice en la de trabajo y me arruinó dos pantalones, que salieron con manchas de gasóleo que ya no hay manera de eliminar. Desde entonces mi ropa de calle me la lavo a mano.
Pero parece ser que en el próximo puerto van a traer, por fin, una nueva; el capitán me encargó que mandara a alguien a tomar medidas del espacio en el que está la lavadora vieja para encargar una que quepa en el hueco. Aproveché para tomar también las medidas de los lugares por los que tendrá que pasar cuando llegue (puertas, escotillas y demás), no vaya a ser que nos pase como a Pepe Gotera y Otilio.
Sí, parece razonable pensar que si cupo la lavadora vieja cuando la instalaron, debería de ser posible meter otra de las mismas dimensiones. Bueno, pues no siempre es así. A veces en los barcos se van metiendo las cosas e instalándolas durante la construcción del mismo; el caso más obvio son las máquinas, los motores, que son inmensos y no cabrían por ninguna parte. Se instalan en la cámara de máquinas antes de cerrar el casco del buque y luego se sigue construyendo el mismo alrededor. Y otras veces se modifica el barco por el motivo que sea y a lo mejor ahora hay una escotilla estrecha donde antes (cuando se metió la lavadora, por ejemplo) no la había.
En fin, la cuestión es que si llega la lavadora, cabrá sin necesidad de romper ni desmontar nada.
Aquí puede visitarse el álbum de fotografías tomadas durante mi embarque en el Cabo Cee.