A bordo del Reyes V, fondeados frente a la desembocadura del Guadalquivir.
En los 36º 49,8’ de latitud norte, 006º 33,7’ de longitud oeste,
A 8 de marzo del 2011. Martes.
Desperté sobresaltado en mitad de la noche; había habido un cambio en el rumor de máquinas, el monótono ronroneo de los inmensos motores del buque había cambiado. En la Mar me volví muy sensible durante el sueño a las variaciones en los regímenes de máquinas, los cambios de las condiciones meteorológicas y a las alteraciones de rumbo. Estos cambios casi siempre me despiertan, con sobresalto si son inesperados. Sobre todo los de máquinas, a menudo anuncian cosa mala.
Incorporado en mi litera escuché con atención, aguzando el oído en la obscuridad. Los inmensos motores estaban encendidos, ronroneando allá abajo, en las cámaras de máquinas, las entrañas del gran barco de acero. El viento silbaba con intensidad afuera y gotas de lluvia golpeaban con mucha fuerza en el cristal del portillo de mi camarote. El barco se movía de un modo anormal, brusco y violento, con estrechonazos en vez de con el balance acompasado propio de un buque fondeado. El único libro que no estaba estibado, mi libro de cabecera, estaba tirado en medio del camarote; había salido despedido en algún momento de la noche con el movimiento. Me puse un pantalón de lona, mi jersey de lana azul de cuello vuelto y las chanclas, y salí al pasillo. Observé mi reloj: tres minutos para las seis de la madrugada, aún faltaban dos horas para comenzar mi guardia. Avancé con rapidez hacia proa y subí al puente.
Nada más entrar comprendí que algo iba mal. En la obscuridad, atenuada por el leve destello de las diversas pantallas y leds de los equipos electrónicos, pude ver al 1º oficial al timón, a la alumna -que estaba de guardia- agarrada al aparato de radio, y al capitán, que corría en ese momento desde las consolas de los radares hacia los telégrafos de máquinas para transmitir una nueva orden de cambio de régimen al control de máquinas. La tensión se palpaba en el ambiente. Al 2º oficial, que era el que debía estar de guardia a esa hora, no se le veía por ninguna parte.
En seguida comprendí que algo iba mal con el fondeo. Preocupantemente mal, diría yo. En la noche del domingo habíamos recalado en la bahía de Huelva y fondeado en la barra. Permanecíamos anclados allí desde entonces, a espera de órdenes. Durante la tarde del lunes el viento del surleste había arreciado hasta fuerza cinco – seis en la Escala de Beaufort. En mi anterior guardia, de ocho de la tarde a medianoche, había detectado un garreo en el ancla: el barco se había desplazado media milla, arrastrando cadena y ancla por el fondo. Quiso la Fortuna que nos moviéramos de modo que nos deslizamos entre otros dos barcos fondeados en la bahía. Me di cuenta al observar en el radar que cambiábamos muy lentamente de lugar respecto a la señal del eco de los otros dos buques; corrí a comprobarlo al GPS y éste me confirmó la sospecha: nos desplazábamos. Avisé al primer oficial-era su guardia-. Éste, sereno y eficiente, profesional, se acercó a la carta náutica y a los equipos de navegación. Se hizo cargo de la situación y observó durante largo rato el comportamiento del barco. Nos habíamos movido media milla hacia el Noroeste, a sotavento. Dio orden de filar un grillete más de cadena, estrechamos la vigilancia durante el resto de la guardia y a medianoche fuimos relevados sin más novedad.
Cuando esta madrugada, tras el brusco despertar, subí al puente, a la vista de la situación me mantuve en silencio. Ráfagas de lluvia golpeaban con fuerza en los portillos. Avancé y me coloqué cerca del capitán, haciéndole entender que estaba allí, presente y disponible para lo que hiciera falta. No necesitaba preguntar qué estaba pasando y abrir la boca en esos momentos sólo habría molestado. Observé el anemómetro: viento del surleste, 40 nudos con rachas de 45. Fuerza 9. El capitán se giró hacia mí, su rostro ojeroso y con profundos surcos de cansancio.
-Ponte el chaquetón y baja a proa a la maniobra- y se volvió a las pantallas de radar sin esperar contestación.
-En seguida, capitán- respondí girando sobre mis talones y saliendo a escape por el pasillo de camarotes. Me detuve a cambiar mis chanclas por las botas de seguridad, que me calcé sin calcetines. Tampoco me molesté en coger chaquetón. «Bah, maniobra de levar y listo, no será largo y la cosa apremia», pensé. Pero lo fue. La cosa se complicó de lo lindo, ¡vaya si lo hizo! Corrí al castillo de proa y al salir a la intemperie recibí el bofetón del ventarrón endiablado y frío, de la lluvia y de la noche. Eché de menos el chaquetón. Y los calcetines.
Bárbaro -el 2º piloto cubano- estaba allí, asomado por la borda intentando ver la cadena del ancla. Ángel, el contramaestre gallego, estaba a los mandos de la máquina de levar. Alexis, un marinero cubano, al freno de la maquinilla. El viento aullaba, la lluvia calaba y el barco borneaba para un lado y otro aparentemente sin control. Me acerqué a Bárbaro. El viento había arreciado durante su guardia y en cuestión de minutos el barco había garreado tres cables. La primera decisión fue filar más cadena para ver si así aguantaba. Había inicialmente cinco grilletes en el agua y se filaron dos más, hasta siete (1). Pero no fue suficiente para aguantar el barco. Entonces comenzó la ardua tarea de virar a bordo la cadena para levantar el fondeo. Entonces comenzaron las complicaciones. Las serias.
El viento soplaba con una furia endiablada y las gotas de lluvia golpeaban en la cara como piedrecitas afiladas, todo ello hacía muy difícil la maniobra y la comunicación. Este barco tiene mucha obra muerta (2) y una superficie vélica enorme que, además, se concentra en la proa. Ello hace que el barco abata mucho, tendiendo siempre a atravesarse al viento. De haber sido un carguero convencional con la ciudadela a popa y poca obra muerta se habría mantenido aproado al viento. No era el caso. El barco tan pronto se atravesaba a una banda como a la otra. Desde el puente el capitán se afanaba en intentar colocar el buque de modo que pudiéramos virar (3) la cadena, pero resultaba muy difícil verla pues era aún noche cerrada y nos estaba cayendo encima una buena tromba de agua. A esas alturas yo estaba ya absolutamente empapado y helado; aunque había ido a coger un chaquetón de un pañol cercano en una carrera ya me encontraba calado hasta los huesos.
El viento era fuerte y la particular forma del barco hacía que éste abatiera y se atravesara constantemente. El cabrestante no tenía suficiente fuerza para levar el ancla con la cadena en tensión, de modo que la única manera en que podíamos ir levando era que desde el puente fueran maniobrando el barco, a fuerza de máquinas y ciaboga (4), para quitar tensión a la cadena y así poder virarla. Para el capitán, allá arriba en el puente, resultaba harto difícil conseguir maniobrar el barco debido al fuerte viento, a la cantidad de obra muerta que hacía vela, al oleaje que comenzaba a arbolarse, a la densa obscuridad y, sobre todo, a que estábamos aún anclados, con la proa sujeta al lecho marino.
En el castillo de proa yo me asomaba por la borda, la cara azotada por la ventisca y unos goterones como piedras que golpeaban con inusitada fuerza, agarrado a la regala (5) con una mano y con la otra asiendo un farol con el que me afanaba por conseguir ver la cadena a través de la lluvia y la noche. Ésta aparecía y desaparecía entre las olas que batían contra las amuras. A través de mi radio transmitía al puente lo que veía, cómo trabajaba la cadena y hacia dónde llamaba, para que el capitán pudiera intentar maniobrar en consecuencia. Cuando yo veía que la cadena perdía cierta tensión y el instante era propicio, daba orden al marinero de aflojar el freno y al contramaestre de virar cadena. Pero estos momentos eran efímeros y pronto el viento volvía a abatirnos, a revirar y tensionar la gruesa cadena de acero forjado que rechinaba y chasqueaba de un modo espeluznante. Entonces, cuando la máquina de levar chirriaba quejumbrosa y se detenía, incapaz de hacer más esfuerzo, el marinero y el contramaestre debían apretar el freno del barbotén (6) a toda velocidad para evitar que perdiéramos la cadena que tan trabajosamente habíamos virado braza a braza. Y vuelta a empezar, a maniobrar.
Para colmo de males, en una de éstas el buque se atravesó de tal modo que la cadena se montó encima del bulbo de proa, pegada al pie de roda (7), quedando cruzada y atravesada con un medio cote al bulbo. Con la proa así sujeta, prisionera de la férrea cadena, al capitán se le hizo mucho más difícil maniobrar el barco. Llevó muchísimo tiempo y esfuerzo salir de tan comprometida situación, pero al final el capitán -famoso en la compañía por ser un excelso maniobrista– logró librar el bulbo de la cadena y pudimos seguir virando, tal y como antes describí, braza a braza, palmo a palmo. A esas alturas comenzaba a costarme vocalizar con normalidad; tenía la cara entumecida por el frío y la violencia con la que la lluvia la golpeaba. Mis compañeros estaban también empapados y ateridos de frío.
Pero aún surgieron nuevas e inesperadas dificultades: Con la cadena viramos a bordo, a través del escobén (8), un arte de trasmallo; un conjunto de redes de pesca y cabos que venían enredados en la cadena, un lío fenomenal que nos obligó a detener la maniobra. Contramaestre y marinero frenaron el barbotén con fuerza y nos cernimos sobre la cadena para intentar desembarazarla del lío de cabos y redes que venían enmarañadas. Con las prisas por bajar a cubierta yo había olvidado mi inseparable navaja marinera en mi camarote, y el único en el castillo que llevaba navaja en ese momento era el contramaestre, que comenzó a picar cabos furiosamente entre blasfemias y obscenidades. Yo corrí a la cocina e irrumpí en ella chorreando agua; el cocinero -que no es particularmente madrugador- ya estaba cortando pedazos de carne y se volvió alarmado.
-¡Rápido, dame cuchillos afilados!- le conminé. Me extendió al momento un afiladísimo cuchillo de más de dos palmos con el que estaba cortando el enorme pedazo de carne.
-¡Más, dame más!- le apremié. Se apresuró a darme algunos más, y con todos ellos regresé a toda prisa a proa, donde los repartí entre los hombres; y entre todos acabamos de picar los cabos y las redes del maldito arte de trasmallo, desembarazando por fin la cadena.
La maniobra de leva siguió, con suma dificultad; virando braza a braza azotados por al lluvia y el viento, asegurando los grilletes ganados. El alba despuntó tímidamente, el horizonte comenzó a clarear por Levante entre los plomizos y obscuros nubarrones que se desplazaban con velocidad hacia el Noroeste. Y, finalmente, la cadena quedó colgando a pique (9): Habíamos despegado el ancla del lecho marino.
-¡¡Zarpó!!- grité en cubierta, imponiéndome al aullante viento. -¡Vira seguido!- voceé al contramaestre, que manejaba con maestría las palancas de la máquina de levar.
Pasé por radio la novedad al puente, donde dieron máquina avante y arrumbaron mar adentro, lejos de la siempre peligrosa costa a sotavento. Llevó más de tres horas levar la maldita ancla. Costó sangre, sudor y lágrimas. Y un buen lote de blasfemias.
En el castillo de proa acabamos de virar el último grillete de cadena, alojando el ancla en el escobén y trincándola a son de mar antes de retirarnos de la intemperie, dándonos palmadas en la espalda, cansados, empapados y ateridos aunque satisfechos y sonrientes.
Glosario:
(1) Un’grillete’ es un ramal de cadena de ancla de 27,5m.de longitud.
(2) Obra muerta: Dícese, en general, de la parte de casco del buque que se encuentra por encima de la superficie de flotación, o sea, la que sale por encima de la Mar.
(3) Virar: Girar el cabrestante para levar anclas o elevar cosas de peso. En general, rRealizar un esfuerzo sobre una maniobra mediante enrollamiento sobre un cabestrante.
(4) Ciaboga: Maniobra de hacer virar una embarcación de remo, a base de bogar con los de una banda y ciar con los de la otra. En un buque de propulsión mecánica es hacerle girar por medio de la máquina.
(5) Regala: Parte alta de la borda.
(6) Barbotén: Corona de hierro o acero, situada en la parte inferior de un cabrestante, en la que engranan sucesivamente los eslabones de una cadena, generalmente la del ancla.
(7) Bulbo de proa, pie de roda: Se llama bulbo a la parte inferior del tajamar en forma de gota de agua, y que mejora la estabilidad. La roda es el canto delantero del barco, que corta la Mar, llamada también ‘tajamar’.
(8) Escobén: Cada uno de los agujeros abiertos en las amuras, a ambos lados de la roda, para el paso de la cadena del ancla.
(9) A pique: Dirección vertical contada desde cualquier objeto que sobresale del agua hasta el fondo de la Mar. Es también la voz que se da al levar el ancla, cuando el cable o cadena llama verticalmente, lo que indica que aquélla está a punto de zarpar, es decir, de soltarse del fondo.